Cada vez son más las voces que apuntan a que la mejor solución para el problema de convivencia que supone la existencia de al menos dos millones de catalanes que quieren separarse políticamente de España pasa, primero, por un restablecimiento de la legalidad y, acto seguido, por una reforma de la Constitución. Tanto Alfredo Pérez Rubalcaba como Antón Costas han optado durante los últimos días por esta propuesta. Por su parte, Rajoy y Sánchez ya pactaron antes del 1 de octubre explorar esta vía una vez restablecida la normalidad institucional. Y desde el entorno de Podemos llevan años reclamando la inclusión del llamado “derecho a decidir” dentro de nuestra Carta Magna.
Personalmente, también me he posicionado a favor de un cambio en la Constitución para avanzar hacia un sano patriotismo que no beba de anacrónicos y liberticidas clichés nacionalistas: es decir, un sano patriotismo liberal lo suficientemente abierto como para tolerar la secesión política de aquellos ciudadanos que deseen conformar nuevas comunidades políticas (el jurista Ruiz-Soroa propone, antes de proceder a reformar la constitución, establecer un prolijo trámite previo para constatar la voluntad inequívoca de secesión de un conjunto de ciudadanos). Semejante proceso de separación no sería ni mucho menos sencillo de implementar, pero, con todas sus inevitables complejidades, podría regularse para asegurar los derechos individuales de todas las partes implicadas así como el equitativo reparto de sus costes. Por consiguiente, no puedo más que sumarme a las voces que, por razones muy heterogéneas, reclaman una reforma constitucional para mejorar el actual marco jurídico de convivencia: y, en mi caso particular, no para limitarme a pedir reformas estatutarias o de modelos de financiación (que también podrían ser pasos en una buena dirección) sino para reclamar que ese nuevo marco de convivencia habilite el derecho de secesión de los ciudadanos.
Pero, sentado esto, mucho cuidado con las reformas constitucionales. Toda reforma de la Ley de Leyes constituye una oportunidad para mejorarla pero también un alto riesgo de empeoramiento: una vez abierto el melón constitucional, todos los oportunistas que llevan décadas esperando tan crucial ocasión se lanzarán a degüello para inocular sus soflamas ideológicas en la Carta Magna. Valiéndose de la crisis institucional abierta por el proceso catalán, a buen seguro los habrá que traten de instrumentar la reforma como Caballo de Troya para muchas de sus otras ambiciones políticas.
Tomemos el caso de Podemos, la formación que ha abanderado la defensa de una reforma constitucional desde su misma creación. ¿Qué buscan reescribir exactamente los de Pablo Iglesias en una nueva Ley Suprema? Pues casi todo. En su último programa electoral planteaban de manera muy genérica alterar los “marcos económico, social, político, territorial e institucional” de la actual Constitución. ¿Y en qué se traduce eso? De un modo muy poco específico, el propio secretario general de la formación mencionó, al menos, cinco grandes cambios: reforma del sistema electoral para diluir el efecto de las circunscripciones provinciales, independencia judicial (aunque, atendiendo a algunas propuestas de la formación morada, parecería que se trata más bien de incrementar su dependencia), blindaje y ampliación de los “derechos sociales” para colocarlos al mismo nivel que los derechos civiles, lucha contra la corrupción y derecho a decidir. Mas, evidentemente, no serían descartables otros capítulos como la jefatura del Estado, el grado de laicidad de las instituciones o la reserva de sectores estratégicos en manos del sector público.
Todos deberíamos ser conscientes de que, cuantos más asuntos traten de modificarse en una nueva redacción constitucional, más oportunidades habrá para resquebrajar no sólo las actuales bases de la convivencia, sino también los pilares de un auténtico Estado de Derecho en beneficio de una mayor concentración de poder en manos de la clase política. A su vez, también deberíamos reconocer que multiplicar los asuntos a tratar alimentará la división y confrontación social durante la fase de reforma: si el modelo territorial ya resulta por sí solo una herida abierta de controversias y disensos, plantear otras cuestiones sobre las que tampoco existe nada lejanamente parecido a un acuerdo sólo supondría combustible para la lucha intestina. Por ello, si el objetivo de una eventual reforma es únicamente replantear nuestro cerrado modelo territorial actual para habilitar legalmente la separación política, entonces todos los partidos deberían comprometerse con carácter previo a no plantear ninguna exigencia adicional: si, por el contrario, los partidos aprovechan la ocasión para poner en jaque todos los restantes consensos institucionales, entonces abandonaríamos un necesario proceso reformista para caer de lleno en un muy indeseable proceso revolucionario.