En su famoso libro The Accumulation of Capital, Joan Robinson proporciona una buena pero incompleta definición de liquidez. Dice: “Una deuda contra un deudor conocido y solvente, que garantice el repago de su valor facial en términos de una unidad de cuenta y a corto plazo, es altamente líquida; mejor todavía si es pagadera a la vista”.
Como digo, la definición es incompleta y lo es en tanto olvida uno de los elementos básicos de la Doctrina de las Letras Reales: no especifica que esa deuda debe estar colateralizada por bienes de consumo ya existentes y en alta demanda. El motivo de este requisito no es en absoluto arbitrario. Al cabo, cabe preguntarse: ¿el repago de una deuda a la vista está garantizado por el hecho de que su deudor sea solvente? No, porque podría ser ilíquido. En tal caso, la liquidez de la deuda a la vista pasa a depender de la liquidez del deudor. ¿Y qué es un deudor líquido? Aquel que dispone de activos realizables en exceso de sus pasivos a corto plazo (fondo de maniobra positivo). Pero, ¿de qué activos realizables estamos hablando? Básicamente tres: dinero, derechos de cobro y mercancías.
El dinero es obvio que es convertible en dinero y que no acarrea problemas de liquidez. Los derechos de cobro, en realidad, sólo trasladan la cuestión a un tercer nivel (¿es líquido el deudor de nuestro deudor?). Y las mercancías pueden ser de dos tipos: bienes de consumo y bienes no de consumo (llamémosles por simplicidad ‘bienes de inversión’). Los bienes de consumo y de inversión que no sean de alta demanda, es obvio que no son líquidos: no pueden realizarse a un precio estable con independencia de su cantidad ofertada. Pero, ¿y los bienes de inversión en alta demanda? Se trata del supuesto más engañoso y peor comprendido, ya que se hace necesario pasar desde la perspectiva microeconómico a la macroeconómica.
Una economía sin bienes de inversión es perfectamente líquida (aunque también perfectamente pobre): los agentes económicos pueden modificar por entero sus planes productivos en cada momento sin experimentar pérdidas de ningún tipo. Una economía con bienes de inversión va siendo cada vez menos líquida: a partir de cierto punto, los agentes sólo pueden modificar sus planes productivos asumiendo pérdidas. Así pues, quien posee un bien de inversión está en una situación precaria: su única forma de modificar su plan productivo sin experimentar pérdidas es vendiéndole a una tercera persona su bien de inversión, pero para ello necesitará que esa tercera persona se lo adquiera con cargo a su ahorro: es decir, el poseedor del bien de inversión mejora su liquidez porque sólo cuando otra persona la empeora (cuando otra persona se subroga en su posición de precariedad). Existen momentos en una economía en los que, sin embargo, todos los agentes desean mejorar su liquidez y donde, por consiguiente, nadie desea empeorarla. En esos casos –que son justamente aquellos en los que la importancia social de la liquidez deviene más importante– los bienes de inversión no podrían ser realizados sin merma de valor y, por tanto, no serían líquidos (su alta demanda podría desaparecer de manera súbita y por circunstancias endógenas al funcionamiento del sistema financiero).
Nótese que este problema no afecta a los bienes de consumo o les afecta en mucha menor medida: si yo deseo mejorar mi liquidez, intercambiar mis bienes de consumo por bienes de inversión no tiene sentido; intercambiar bienes de consumo en mi posesión pero que no desee consumir por otros bienes de consumo que sí desee consumir sí tiene sentido (para satisfacer algunos de mis fines dejo de depender de la cooperación, y de la discrecionalidad, de terceros). Por tanto, demanda de bienes de consumo finales seguirá habiéndola en cualquier caso por mucho que los agentes deseen mejorar su liquidez. Y, a partir de ahí, a los individuos con bienes de consumo también puede interesarles, de cara a mejor su liquidez, intercambiar esos bienes de consumo por otros bienes de consumo no que vayan a consumir por sí mismos, sino simplemente que posean una mayor demanda final que los suyos. Es decir, los bienes con alta demanda final serán, de entre todos los bienes de consumo, aquellos que se volverán especialmente demandados en los momentos en los que todos intenten mejorar su liquidez. El proceso es exactamente el mismo que describe Menger a propósito del surgimiento del dinero (pues el dinero, en el fondo, no es más que uno de esos bienes de consumo con muchísimas expectativas convergentes en que todos están dispuestos a demandarlo para proteger su liquidez). Por eso, los bienes de inversión no garantizan en cualquier fase de la coyuntura financiera la liquidez de su poseedor (ni, por tanto, la del acreedor a corto plazo del poseedor de bienes de inversión) y sólo una pequeña porción de bienes de consumo (aquellos con una elevada demanda final) proporcionarán una auténtica liquidez a su tenedor (y a su acreedor a corto plazo).
Otra forma, bastante más breve, de entender por qué los bienes de inversión no proporcionan verdadera liquidez a su poseedor ante un vencimiento de sus deudas es considerar que ese poseedor se halla, dentro del conjunto de la economía, en la posición de una persona que necesita una refinanciación para terminar de transformar el bien no de consumo en bien de consumo y venderlo al consumidor final. En tal caso, es obvio que ese deudor se halla en una situación potencialmente ilíquida: si nadie quiere refinanciar su posición deudora, suspende pagos. Y, por eso mismo, su acreedor a corto plazo tampoco es líquido: porque su liquidez depende de que otro tercero le refinancie (de que otro tercero degrade su liquidez).
En suma, sólo el dinero y los bienes de consumo en alta demanda garantizan la liquidez de un agente y, por tanto, la liquidez de sus acreedores a la vista. Siguiendo pero matizando a Robinson: dentro del conjunto del sistema financiero sólo las deudas monetarias a corto plazo contra un deudor conocido y solvente, colateralizadas en última instancia por dinero o bienes de consumo en alta demanda, serán altamente líquidas. Volvemos así a la Doctrina de las Letras Reales, ya que esto es, justo, lo que Antal Fekete denomina créditos autoliquidables.