El Banco Central Europeo, el monopolio público sobre la emisión de moneda dentro de la Eurozona, pasa por ser un organismo independiente y tecnocrático: un organismo que evalúa el contexto macroeconómico y, exclusivamente en función de ello, adopta aquellas decisiones de política monetaria que resulten más adecuadas para el conjunto de la economía comunitaria. Ahora bien, como es obvio, el mundo real no guarda ninguna semejanza con esta idealizada descripción.
A la postre, no es verdad que exista una política monetaria óptima para el conjunto de la sociedad: la manipulación del dinero jamás es neutra y, por tanto, genera ganadores y perdedores. Por ejemplo, una política inflacionista tiende a favorecer a los deudores y a perjudicar a los acreedores (puesto que el valor real de las deudas se va diluyendo); a su vez, las monetizaciones masivas de deuda pública tienden a favorecer a los gobiernos manirrotos a expensas de unas generaciones futuras penalizadas con una mayor carga de obligaciones financieras. En suma, no existe una única opción tecnocrática de política monetaria: la política monetaria es política y ello implica extraer coactivamente recursos a unos agentes para asignárselos a otros (de ahí que mi preferencia siempre haya sido la adopción de dineros apolíticos como el oro). La única forma de alcanzar la neutralidad monetaria es avanzando hacia monedas no políticas: no cabe una gestión aséptica y científica de la política monetaria de un banco central.
Y justamente porque la política monetaria es política, todos los gobernantes tratan de instrumentarla para impulsar sus intereses y objetivos personales. Por ejemplo, aquellos mandatarios que están expuestos a corto plazo a unos comicios electorales preferirán que el banco central desarrolle una política monetaria expansiva para maximizar sus posibilidades de reelección; a su vez, los políticos manirrotos sedientos de gasto promoverán el establecimiento de laxos criterios de monetización de deuda pública. En suma, los bancos centrales ejercen un enorme poder sobre la economía y resultaría del todo iluso creer que, en tal caso, los políticos van a otorgarles una completa independencia y a renunciar por entero a su capacidad de influencia (sin embargo, tal como explico en Contra la Teoría Monetaria Moderna, a los políticos sí les interesa otorgarles una cierta independencia para incrementar la credibilidad de sus divisas entre la comunidad inversora).
A este último respecto, una de las formas más disimuladas de influir sobre la política monetaria es mediante el nombramiento de aquellas personas que van a configurarla. Si un gobernante desea que el BCE adopte una política monetaria más laxa, escogerá a un economista-paloma partidario del crédito barato; si, en cambio, apuesta por una política más deflacionista, optará por un economista-halcón defensor de la ortodoxia monetaria. No hace falta interferir diariamente en la vida y el funcionamiento interno de un banco central para que éste siga las directrices que los políticos desean que siga. Es, en este sentido, en el que debemos interpretar la candidatura de Luis de Guindos a la vicepresidencia del BCE.
Recordemos que, durante semanas, hemos venido leyendo cómo determinadas autoridades europeas, y el propio PSOE, centraban el foco de sus reivindicaciones en el sexo que debía tener el candidato a vicepresidente del BCE: lo capital, nos decían, es que el número dos del BCE fuera mujer para así feminizar la institución. A poco que reflexionemos sobre el asunto, comprenderemos que las cuotas de género son un insultante despropósito, dado que lo crucial para desempeñar el cargo de vicepresidente del BCE no es el sexo de una persona, sino su capacitación para el cargo: uno no tendría que poner el foco en una variable que es irrelevante para la configuración de la política monetaria de la Eurozona —hombre/mujer— sino en aquellas otras variables que sí son esenciales a la hora de hacerlo —conocimientos, formación, experiencia, enfoque teórico, etc.—.
En este sentido, no son pocos quienes han criticado esta obsesión comunitaria por politizar, todavía más, el nombramiento de los consejeros del BCE, estableciendo de facto cuotas de género en el Consejo de Gobierno del banco central y convirtiendo tales nombramientos en otro ámbito más en el que insuflar la ideología de género. Sin embargo, han sido muy pocos quienes han criticado otra dimensión de la politización del BCE que, en este caso, resulta bastante más dañina que las cuotas de género: a saber, las cuotas nacionales.
¿Por qué es supuestamente bueno “para España” que Luis de Guindos acceda a la vicepresidencia del BCE? ¿Por qué se ha convertido en una cuasi obligación moral apoyar, como español, las aspiraciones europeas del actual ministro de Economía? Pues porque confiamos en que, como vicepresidente del BCE, pueda orientar la política monetaria en una dirección que favorezca a “nuestro país”. O expresado de un modo más llano: debemos apoyar a De Guindos porque queremos que prevarique en favor de España; es decir, porque deseamos que tuerza la política monetaria de la institución para beneficiar a la economía nacional aun a costa de perjudicar a otras economías europeas. Soñamos con nombrar a un árbitro que no sea imparcial, sino que se salte las reglas de juego en nuestro favor.
Dejemos momentáneamente de lado la nada desdeñable cuestión de que no existe nada parecido al “interés orgánico de España” (España está conformado por millones de personas, cada una de las cuales posee sus propios intereses que no tienen por qué ser coincidentes con los del resto de conciudadanos) y centrémonos en la perversa lógica de esta estrategia: no deja de resultar deplorable que dentro de una unión monetaria sigamos razonando en términos de aquello que Hayek denominó nacionalismo monetario, esto es, que tratemos de manipular la moneda para promover los intereses mercantilistas de un bloque económico nacional arbitrariamente definido. Las economías, especialmente aquellas que comparten moneda, son redes de cooperación enormemente integradas que no pueden segmentarse en función de nacionalidades, sino en función de los lazos de intercambio que los distintos agentes voluntariamente despliegan entre sí: lo importante no es la nacionalidad del trabajador, del ahorrador o del empresario, sino su inserción dentro de una determinada cadena de valor global que trasciende las fronteras estatales.
Por ello, nombrar a los consejeros del BCE mediante un infame pasteleo para repartirse las cuotas de poder entre los distintos gobiernos nacionales es un dañino dislate que deberíamos criticar abiertamente. Primero, porque lejos de defender los intereses de “España”, un vicepresidente español sólo torcerá la política monetaria del BCE para defender los intereses del gobierno español de turno y, sobre todo, los de aquellos lobbies que estén influyendo en ese determinado momento sobre el gobierno español (en especial, el lobby de la banca nacional). Segundo, porque manipular el dinero para premiar a tus amigos o compatriotas y castigar a tus enemigos o vecinos sólo conduce a un enfrentamiento entre unos ciudadanos europeos que comparten moneda pero a los que se divide en ciudadanos de primera o de segunda en función del politizado reparto de sillones que se haya producido dentro del BCE.
En definitiva, no estoy enjuiciando si De Guindos, como economista, es un buen o mal candidato para el puesto: estoy simplemente denunciando las premisas antieconómicas y antisociales sobre las que se pretende dirimir su nombramiento. Estamos asistiendo a un reparto oligárquico de cromos que sólo contribuye al desprestigio del euro y a una futura implementación desnortada de la política monetaria común. En la elección de los altos cargos del BCE no deberían aplicarse ni cuotas de género ni tampoco cuotas nacionales: esto es, el politiqueo sectario y fanático no debería tener cabida alguna. Pero, por desgracia, mientras el BCE siga siendo una institución política, su politización será inevitable. Por eso, en momentos como los actuales en los que el mangoneo político es tan evidente e indubitado, no cabe otra opción que propugnar, como ya hiciera Hayek hace casi medio siglo, la desestatalización del dinero. Necesitamos un árbitro monetario imparcial y, como la justicia, ciego ante todos los contrapuestos intereses en liza.