El cine español recibió en 2017 la abultada cifra de 30 millones de euros en forma de subvenciones otorgadas por los Presupuestos Generales del Estado. A esta cantidad hay que sumarle las contribuciones obligatorias que recibieron de las televisiones privadas por mandato de la Ley General de Comunicación Audiovisual y que ascienden al 3% de los ingresos anuales de estos operadores (dado que, en 2016, Atresmedia ingresó 1.021 millones de euros y Mediaset 992, ambos medios tuvieron que reinvertir otros 60 millones de euros en el cine patrio).
Para algunos, tales cantidades deberían ser notablemente incrementadas para así promover una vigorosa industria nacional del cine; otros, en cambio, creemos que deberían ser absolutamente eliminadas: a la postre, los argumentos morales y económicos a favor de continuar subvencionando el cine español son bastante débiles.
Primero, y desde un punto de vista estrictamente moral, cada persona tiene el derecho a tratar de perseguir sus propios proyectos de vida y, en consecuencia, no pesa sobre ella ninguna obligación de convertirse en herramienta de los proyectos de vida ajenos. O dicho de otra forma: es muy legítimo que un ciudadano español quiera dedicar su tiempo y sus recursos a impulsar proyectos cinematográficos, pero no lo es que fuerce a otros ciudadanos españoles a que le entreguen su tiempo y sus recursos a sufragárselos.
Por consiguiente, todo Estado debería mantenerse rigurosamente neutral frente a los diversos proyectos personales de cada ciudadano y, por tanto, no debería imponer ninguno de ellos al conjunto de la sociedad. La función del Estado no debería ser la de parasitar a unas personas para empapuzar a otras: su único cometido habría de ser, en todo caso, el de salvaguardar aquel marco institucional que permite la coexistencia pacífica de todos esos heterogéneos proyectos de vida.
En este sentido, las subvenciones directas al cine español vulneran esta exigible neutralidad moral de los Estados, en tanto en cuanto imponen al conjunto de los ciudadanos españoles (o a algunos de ellos más en particular: por ejemplo, a las televisiones privadas) la obligación de ceder parte de su tiempo y de sus recursos a impulsar los proyectos profesionales de los cineastas españoles a expensas de los suyos propios. En ciertos casos, de hecho, tales proyectos podrían incluso resultar radicalmente incompatibles con la concepción personal de buena sociedad que suscriben muchos ciudadanos españoles. Por ejemplo, puede que haya ciudadanos que consideren que el arte en general es un forma de embrutecer a la sociedad; o ciudadanos que, si bien abrazan el arte en general, juzguen que el cine es una forma particular de pervertir el concepto mismo de arte; o ciudadanos que, si bien adoran el cine, juzguen que el cine español erosiona el buen nombre del séptimo arte; o incluso ciudadanos que detesten el cine español tanto por su sesgo ideológico (predominancia de la izquierda) como por su marchamo nacionalista (el cine se subvenciona por el hecho de ser español y para promover la cultura española). Y, por supuesto, habrá ciudadanos que se opongan por principio al uso de la fuerza para financiar cualquier proyecto.
En otras palabras, la casuística de ciudadanos que podrían sentirse moralmente agraviados por verse obligados a subvencionar el cine español es muy amplia y, justamente por ello, el Estado debería abstenerse de hacerlo. Cada cual ha de ser libre de apoyar aquellos proyectos cinematográficos españoles que considere oportuno, pero nadie debería ser obligado a hacerlo.
Segundo, esta conclusión moral encuentra su traducción económica en la legitimidad de las transacciones voluntarias que tienen lugar dentro de un mercado libre: si un ciudadano valora suficientemente una película, pagará la correspondiente entrada para visionarla en el cine o seleccionará en su televisor aquella cadena que la emita; si la audiencia total es lo suficientemente cuantiosa, la productora de la película logrará los ingresos que necesita para cubrir sus gastos y la cinta será rentable; en caso contrario —si no hay suficiente gente que la valore lo suficiente— no los conseguirá y, por tanto, la película no llegará a nacer (salvo que los productores estén dispuestos a correr personalmente con las pérdidas).
Sin embargo, dentro de esta lógica económica, también existen razones que podrían justificar las subvenciones al cine español: en particular, la posible presencia de externalidades positivas. Imaginemos que la realización de películas españolas contribuyera a impulsar internacionalmente la ‘marca España’ (o a difundir el idioma español por el mundo) y que ello reportara beneficios difusos e indirectos a otros ciudadanos españoles, como los empresarios hoteleros o los editores de libros. En tal caso, dado que quienes reciben tales beneficios difusos e indirectos probablemente deseen escaquearse de correr con sus costes (táctica del gorrón), cabría el riesgo de que no se produzca suficiente cine español como aquel que sería socialmente positivo. En tales casos, uno podría defender el otorgamiento de “subvenciones pigouvianas” para los cineastas españoles, de manera que se terminen produciendo tantas películas nacionales como sea socialmente óptimo.
Este argumento económico es, empero, problemático por varias razones. Primero porque —tal como ya hemos mencionado antes— el cine español podría constituir una externalidad negativa para muchos otros ciudadanos (primitivistas, dadaístas, nacionalistas anti-españoles, anti-izquierdistas, etc.), lo que, desde esa perspectiva, debería llevarnos a incrementar todavía más la fiscalidad sobre el cine español (en forma de “impuestos pigouvianos”) para así desincentivar su producción. Segundo porque, aun cuando el cine español fuera una externalidad netamente positiva, desconocemos hasta qué punto lo es y, por consiguiente, hasta qué punto debe ser subvencionado. Y tercero porque, precisamente por lo anterior, existen mecanismos no estatales más efectivos para coordinar las preferencias de los ciudadanos y la provisión de bienes en presencia de externalidades positivas: me refiero a los contratos de provisión asegurada (assurance contracts).
Los contratos de provisión asegurada constituyen la piedra angular del funcionamiento de plataformas como Kickstarter o Indiegogo: el promotor de un determinado proyecto (en este caso cinematográfico) hace una petición pública de fondos y los interesados en el mismo se comprometen a suministrarlos siempre que se alcance un volumen mínimo de aportaciones complementarias. Los contratos de provisión asegurada (o sus versiones mejoradas, como los contratos de provisión asegurada dominantes) permiten a los cineastas cuyas películas generen externalidades positivas sobre terceros captar la financiación que necesiten de esos terceros: a la postre, incluso los gorrones saben que, si no se alcanza al umbral mínimo de recaudación, ese filme que les beneficia se quedará sin realizar. Por tanto, incluso ellos mismos se verán empujados a financiar aquellas películas donde aprecien externalidades positivas.
Así pues, si un proyecto cinematográfico es incapaz de lograr la financiación necesaria a través de los ingresos directos de los espectadores y de las aportaciones de capital de los indirectamente beneficiados, entonces es que ese proyecto no resulta lo suficientemente importante para el suficiente número de gente y, por tanto, no debería ser emprendido (salvo que, de nuevo, los productores de la cinta estén dispuestos a correr personalmente con las pérdidas).
En definitiva, no existen argumentos de peso, ni morales ni económicos, como para mantener las subvenciones al cine español. ¿Por qué entonces ningún político, con independencia de su adscripción ideológica, propone eliminarlas? Pues por dos razones profundamente deplorables. La primera es que la industria cinematográfica constituye un poderoso lobby cultural que todo gobernante prefiere mantener aplacado mediante la compra de su silencio con dinero del contribuyente. La segunda es que el reparto discrecional de subvenciones permite a los mandatarios influir indirectamente sobre el contenido de las películas, canalizando así parte de su propaganda ideológica a través del cine español subsidiado. No hay buenas razones para mantener las subvenciones y sí las hay, y muy poderosas, para eliminarlas.