El ser humano no es sólo un animal con capacidad para reflexionar, para imitar o para imaginar: también es un animal al que le gusta verbalizar y comunicar sus ideas con el propósito de persuadir a sus interlocutores, intercambiar información con ellos o, simplemente, expresarles sus emociones. La expresión compleja y argumentada constituye un rasgo distintivamente humano que, además, es en gran medida responsable de nuestro progreso civilizatorio. Pero, a su vez, la transmisión de ideas también representa un foco potencial de conflictos entre seres humanos: un determinado conjunto de ideas —sobre todo, cuando no forma parte de nuestra identidad cultural— puede parecernos rechazable, criticable o incluso repugnante. Esto es, las ideas no sólo nos seducen, sino que también nos molestan: y en ocasiones nos molestan sobremanera.
Durante siglos, los individuos se han enfrentado, hasta el extremo de aniquilarse entre sí, por causa de las ideas. Las guerras religiosas eran, en última instancia, guerras sobre ideas: sobre concepciones heterogéneas —y contrapuestas— acerca de la trascendencia por las que muchos estaban dispuestos a morir y a matar. La forma que socialmente descubrimos para evitar enfrentarnos y agredirnos entre nosotros a causa de nuestras dispares ideas fue la tolerancia mutua: un programa ideológico que políticamente cristalizó en lo que hoy denominamos ‘liberalismo’ (“una tecnología para evitar la guerra civil”, tal como clarividentemente lo definió el filósofo Scott Alexander).
Pero, ¿qué es eso que aceptamos tolerar mutuamente para poder convivir en paz? Pues, evidentemente, aquellas ideas o expresiones ajenas que nos ofenden, no aquello que nos agrada y entusiasma. Toleramos cuando respetamos el disenso, no cuando nos recreamos en el consenso. Y somos más proclives a tolerar las ideas ajenas cuando los demás toleran las nuestras: si un grupo de personas ve sus ideas acalladas, pierde toda razón estratégica para tolerar las ideas ajenas. Cuando se instituye la censura sobre aquellas ideas ajenas que nos ofenden, la tendencia natural será a que otros individuos también reclamen la censura de aquellas otras ideas que les desagradan.
Cualquier sociedad pone continuamente a prueba la resistencia de sus pactos implícitos en torno a la libertad de expresión. A la postre, la tolerancia mutua es, en cierta medida, un equilibrio potencialmente muy frágil: cuando un grupo siente que sus ideas son suficientemente toleradas por los demás, no sólo puede limitarse a tolerar las ideas ajenas, sino que también puede caer en la tentación oportunista de intentar censurar marginalmente aquellas ideas o expresiones de otros que les ofenden. Ahora bien, abrir el melón de la censura puede terminar espoleando a otros grupos a reclamar exactamente lo mismo, dando al traste con la libertad de expresión general. Por eso, cuando tales ataques a la tolerancia mutua tienen lugar, es necesario denunciarlos y desarmarlos: puesto que resulta crucial reforzar el frágil equilibrio de la libertad de expresión sancionando intelectualmente cualquier desviación del mismo.
Durante los últimos meses, ese frágil equilibrio de la libertad de expresión ha sido sacudido en España en diversas ocasiones. Sin ánimo de ser exhaustivos: el periodista Alfonso Rojo fue sancionado con una multa de 6.000 euros por insultar a Pablo Iglesias; el periodista Hermann Tertsch fue sancionado con una multa de 12.000 euros por acusar de ‘asesino’ al abuelo de Pablo Iglesias; el filósofo independentista Bernard Dedéu fue sancionado con una multa de 18.000 euros por insultar al director adjunto de El País, Lluís Bassets; un autobús de Hazte Oír fue inmovilizado policialmente por contener el mensaje de “Los niños tienen pene. Las niñas tienen vulva. Que no te engañen”; la tuitera Cassandra Vera fue condenada a un año de cárcel por burlarse de la muerte de Carrero Blanco en un atentado terrorista; el libro Fariña, del periodista Nacho Carretero, ha sido secuestrado judicialmente por relacionar al ex alcalde popular de O Grove con el narcotráfico; y el rapero Valtonyc ha sido condenado a tres años y medio de cárcel por amenazas, enaltecimiento del terrorismo e injurias a la Corona mediante letras como “A ver si ETA pone una bomba y estalla”, "Mataría a Esperanza Aguirre, pero antes, le haría ver como su hijo vive entre ratas", “Un pistoletazo en la frente de tu jefe está justificado o siempre queda esperar que les secuestre algún GRAPO”, “Un atentado contra Montoro otro logro para nosotros”, “Bauzá debería morir en una cámara de gas, ¿pero va? Eso es poco, su casa, su farmacia, le prenderemos fuego”.
Dejando a un lado la distinta gravedad de las expresiones (no es lo mismo insultar que enaltecer el terrorismo), así como la diferente dureza de las sanciones (no es lo mismo una multa que pena de cárcel), lo que todos estos casos tienen en común es que constituyen limitaciones de la libertad de expresión: en todos los supuestos, se restringe el espectro de ideas o declaraciones que es lícito manifestar en público. Pero, lo más curioso del asunto, es que la mayoría de personas sólo considerarán inaceptables algunas de estas limitaciones a la libertad de expresión, al tiempo que tenderán a aplaudir las restantes.
Por ejemplo, si usted forma parte de una tribu moral de “izquierdas”, probablemente suscriba la mayor parte del siguiente mensaje acerca de las letras del rapero Valtonyc. En cambio, si usted forma parte de la tribu moral de “derechas”, probablemente se oponga frontalmente a él: “Es obvio que las palabras de Valtonyc les podrán parecer rechazables, incluso repugnantes, a muchas personas, no sólo por revelar una absoluta falta de empatía hacia muchos colectivos (víctimas de ETA y del GRAPO, o políticos del PP) sino también por el sufrimiento y el miedo que les pueda haber generado, así como por estar alimentando el odio del resto de la sociedad hacia todos ellos. Sin embargo, todo lo anterior no proporciona razones suficientes como para censurar a Valtonyc: en todo caso las proporcionará para criticarlo y desacreditarlo ante el resto de la ciudadanía así como para apoyar públicamente a todos aquellos que se hayan sentido vejados y amilanados por sus comentarios”.
Asimismo, si usted forma parte de una tribu moral de “derechas”, probablemente suscriba la mayor parte del siguiente mensaje acerca de las consignas de la asociación Hazte Oír. En cambio, si usted forma parte de la tribu moral de “izquierdas”, probablemente se oponga frontalmente a él: “Es cierto que las palabras de Hazte Oír podrán parecerles rechazables, incluso repugnantes, a muchas personas, no sólo por revelar una absoluta falta de empatía hacia muchos colectivos (niños transgénero y padres de niños transgénero) sino también por el sufrimiento y el miedo que les pueda haber generado, así como por estar alimentando el odio del resto de la sociedad hacia todos ellos. Sin embargo, todo lo anterior no proporciona razones suficientes como para censurar a Hazte Oír: en todo caso las proporcionará para criticarlo y desacreditarlo ante el resto de la ciudadanía así como para apoyar públicamente a todos aquellos que se hayan sentido vejados y amilanados por sus comentarios”.
La estructura de los anteriores razonamientos a favor de la libertad de expresión es simétrica, pero extrañamente muchos sólo tienden a emplearlos para defender la libertad de expresión de su tribu ideológica (excluyo de esta crítica generalizadora a quienes aporten matices argumentales no ideológicamente discriminatorios para defender ciertas limitaciones a la libertad de expresión y, en cambio, no aceptar otras: tales matices argumentales deberán ser analizados, y en su caso rechazados, caso por caso). Sucede que, como ya dijimos, defender la libertad de expresión de mis ideas no supone mérito —ni utilidad social— alguno: el mérito está en defender la libertad de expresión incluso de aquello que nos ofende profundamente. En general, si te molesta la censura contra Valtonyc (o contra Cassandra Vera o contra Nacho Carretero), pero no lo hace la censura contra Hazte Oír (o contra Alfonso Rojo o contra Hermann Tertsch), no estás defendiendo la libertad de expresión: sólo estás defendiendo el privilegio de tu secta a expresarse como guste; si, en cambio, te molesta la censura contra Hazte Oír (o contra Alfonso Rojo o contra Hermann Tertsch), pero no lo hace la censura contra Valtonyc (o contra Cassandra Vera o contra Nacho Carretero), tampoco estás defendiendo la libertad de expresión: sólo estás defendiendo el privilegio de tu secta a expresarse como guste. La universalidad de la libertad de expresión no existe para salvaguardar lo que nos agrada, sino para proteger de la censura a aquello que a cada cual le ofende.