Las cajas de ahorro españolas fueron, a efectos prácticos, el tramo público de nuestro sistema financiero: entidades de crédito controladas por políticos y orientadas a proporcionar capital a aquellas operaciones que quedaban fuera del foco de interés de la banca privada. Los resultados saltaron a la vista: si bien todo el sistema financiero se emborrachó con el crédito barato que, entre 2003 y 2005, estuvo inyectando el Banco Central Europeo, las cajas fueron víctimas de un coma etílico mucho más intenso (en 2007, el 70% de todo el crédito de las cajas guardaba relación con el sector de la construcción, frente al 50% en el caso de los bancos).
De ahí que, al pinchar la burbuja inmobiliaria y desmoronarse el chiringuito ladrillístico, la bancarrota —y el ulterior rescate estatal— se concentrara predominantemente entre las cajas: por supuesto, los bancos también sufrieron una intensa descapitalización derivada del descalabro económico y, a su vez, también recibieron ayudadas públicas en forma de avales estatales o de esquemas de protección de activos. Sin embargo, las cajas concentraron el grueso de las inyecciones del dinero del contribuyente.
Tras tan deplorable espectáculo, uno esperaría que nadie se atreviera a proponer la resurrección del cadáver de la banca pública en nuestro país. Pero, por desgracia, buena parte de la izquierda patria, encabezada por Unidos Podemos, sí ha ondeado desde su misma fundación la bandera de recuperar la banca pública: a su juicio, resulta imprescindible contar con un suministrador de crédito que no responda a la lógica del mercado sino que proporcione capital a aquellos sectores sociales menos rentables desde el punto de vista bancario. Tan es así que una de las propuestas más sonadas de los de Pablo Iglesias es cancelar cualquier proceso reprivatizador de Bankia para transformarlo en un banco público.
¿Cómo es posible que, después de observar los pésimos resultados de nuestra banca pública —las cajas de ahorro—, la izquierda española continúe empeñada en recuperarla? Pues porque, a su entender, las cajas de ahorro se sujetaban, pese a todo, a una lógica de mercado: su propósito no era realmente el de auxiliar a la economía nacional sino maximizar sus ganancias especulando en el burbujístico mercado inmobiliario. Pues bien, para aquellos escépticos de la equiparación “cajas de ahorros = banca pública”, el Tribunal de Cuentas nos ha ofrecido esta semana otro ilustrativo caso de las consecuencias de imponer un sistema financiero alejado del mercado.
Así las cosas, en su último “Informe de fiscalización de la actividad crediticia del Instituto de Crédito Oficial (ICO)” para el año 2016, el Tribunal de Cuentas ha analizado el funcionamiento de la “línea ICO directo”: un programa de financiación para pymes y autónomos aprobado por el Gobierno de Zapatero para los ejercicios 2010 y 2011 e instrumentado por el Instituto de Crédito Oficial. Recordemos que, por aquellos años, se generalizó la sensación de que la banca privada había cerrado de manera injustificada y desmedida el grifo de la liquidez a las empresas, de modo que el Ejecutivo socialista apostó por canalizar esa financiación a través del ICO: y, en concreto, se otorgó financiación de 550 millones de euros a 13.961 empresas.
En la actualidad, el saldo vivo pendiente de pago de ese programa asciende a 239 millones de euros entre 8.308 deudores: de esta suma, el 83% de los créditos (y dos tercios de todos los deudores) han sido clasificados o como fallidos o como dudosos. En otras palabras, la tasa de morosidad de la “línea ICO directo” asciende al 83% del saldo vivo. Aun suponiendo que, hasta el momento, se hubiera amortizado la totalidad de la financiación otorgada inicialmente (esto es, la diferencia entre los 550 millones y los 239 millones pendientes de pago), la tasa de morosidad de esta línea de financiación ascendería al 36% del total de créditos otorgados. A este respecto, recordemos que la máxima morosidad histórica registrada por la (multiquebrada) banca española fue del 13,61% de su saldo vivo: seis veces menos que la morosidad de la línea ICO.
A la luz de estos datos, dos son las lecciones que deberíamos extraer. Primero, otorgar financiación a aquellos a los que la banca privada no quiere financiar por constituir un riesgo excesivo es la mejor manera de construir una cartera de inversiones repleta de impagos: por consiguiente, la misión fundacional de la banca pública —prestar a aquellos a los que la banca privada no quiere prestar— es una receta segura hacia la morosidad generalizada. Segundo, los impagos de la banca pública los pagamos entre todos los contribuyentes de manera automática (el agujero del ICO se cubrirá con impuestos): no es necesario aprobar ningún “rescate” específico de la banca pública quebrada; la quiebra y el rescate de la banca pública —es decir, el saqueo de los contribuyentes para subvencionar a los deudores— se convierten en elementos estructurales del sistema. Absurdo que quienes más han criticado la socialización extraordinaria de pérdidas de la banca privada aboguen ahora por una socialización ordinaria de las pérdidas de la banca pública.
En definitiva, la banca pública es un caro desastre financiero. Si no debemos rescatar a la banca privada, tampoco deberíamos montar un chiringuito estatal cuya razón de ser es la de parasitar permanentemente el dinero del contribuyente para subsidiar a deudores insolventes.