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No, Aznar no fue un ejemplo de liberalismo

por Laissez Faire Hace 6 años
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Perdido el poder, ese eficaz aglutinante de enemigos mortales con el único interés compartido de aprovecharse de él, el Partido Popular de Rajoy ha saltado por los aires. El que fuera su líder durante 14 años se marcha y quienes aspiran a ocupar el cargo empiezan a mover sus fichas. Entre ellos, el ex presidente del Gobierno, José María Aznar, quien reclamó una refundación del centro-derecha español el mismo día en el que Rajoy anunció su abandono.

Para algunos, el PP de Aznar representa las auténticas esencias ideológicas del partido: el alma liberal que Rajoy encerró bajo siete llaves durante su mandato y que es imprescindible recuperar en estos momentos de agonía. Pero no: el PP de Aznar —como el de Rajoy— no fue un partido ni siquiera remotamente liberal. Acaso pudo impulsar algunas medidas compatibles con el liberalismo —como también lo hicieron Zapatero o Rajoy— pero, en conjunto, su programa de gobierno fue más bien el de una socialdemocracia con tintes conservadores y mercantilistas que el de un liberal clásico, no digamos ya un libertario. Basta con repasar, de un modo no exhaustivo, algunos de los hitos políticos y económicos de Aznar —lo que hizo y lo que no hizo— para constatarlo:

Llegó al poder con una presión fiscal del 38% del PIB y se marchó con una presión fiscal del 38% del PIB. De hecho, nombró ministro de Hacienda a Montoro.

Le legó a Zapatero un gasto público equivalente al 38,2% del PIB y Zapatero lo dejó, al finalizar su primera legislatura, en el 39% del PIB.

Apadrinó la creación de medio millón de nuevos empleos públicos (prácticamente tantos como los que luego añadiría Zapatero).

Mantuvo la regulación del mercado laboral que a su vez conservaría Zapatero y que durante la última crisis provocó una masiva destrucción de empleo hasta ser enmendada por la reforma de Rajoy en 2012.

Santificó la negociación colectiva a través de los corporativistas acuerdos interconfederales entre sindicatos y patronal, intermediados por el propio Gobierno.

No sólo preservó el sistema de pensiones públicas —negándose incluso a dar pasos hacia un modelo mixto como el existente en la mayor parte de Europa—, sino que trató de consolidarlo y apuntalarlo con la creación de un Fondo de Reserva de la Seguridad Social.

No redujo el control estatal sobre la educación, sino que lo incrementó muy sustancialmente con leyes como la LOU (la cual autoriza a los parlamentos autonómicos a paralizar políticamente la creación de universidades privadas).

Las privatizaciones, que ya habían sido iniciadas bajo el mandato de Felipe González, estuvieron permanentemente contaminadas por repartos de poder y de favores con los amigos y grupos de presión.

La privatización de las eléctricas estuvo masivamente subvencionada por los usuarios a través de los Costes de Transición a la Competencia, cifrados en casi 8.000 millones de euros.

Abrazó la infiltración política de las cajas de ahorro así como su instrumentación clientelar. Tan es así que algunos de sus íntimos amigos, como Miguel Blesa, llegaron a presidir las cajas orgánicamente controladas por su partido.

Los medios de comunicación públicos no sólo no fueron cerrados o privatizados, sino que se sometieron a una continua injerencia y manipulación partidista.

Los medios de comunicación privados que le resultaban incómodos fueron sometidos a un recurrente acoso institucional. Ahí queda para la historia su exigencia de cese de Antonio Herrero apenas un día antes de su muerte.

Su intensa inversión en infraestructuras públicas mediante un modelo fuertemente radial tuvo mucho más que ver con su obsesión personal con la “vertebración nacional” que con cualquier racionalidad económica subyacente.

Autorizó la construcción de las autopistas radiales con “responsabilidad patrimonial de la Administración”, lo que subsiguientemente nos ha terminado forzando a todos los contribuyentes a rescatarlas.

Defendió un masivo y costosísimo programa de obra pública, como fue el Plan Hidrológico Nacional, con el propósito de que el Estado redistribuyera arbitrariamente entre los españoles el agua de las distintas cuencas hidrográficas, en lugar de dotar de derechos de propiedad a tales comunidades de regantes.

Los altos órganos del poder judicial continuaron sometidos al diktat de los partidos políticos mayoritarios.

Inauguró la barra libre de subvenciones a las energías renovables (con el Real Decreto 436/2004, aprobado el día después del trágico 11-M).

No liberalizó ni taxis, ni farmacias, ni estancos, ni lobbies profesionales como el de los estibadores o controladores aéreos.

Prorrogó la ley socialista de Ordenación del Comercio Minorista que había derogado de facto la libertad de horarios comerciales anteriormente aprobada por Boyer en 1985.

Aprobó una Ley de Extranjería que dotaba de mayores poderes al Estado para acelerar la expulsión exprés de inmigrantes “ilegales”.

Se negó a ampliar las esferas de libertad personal en materias como el matrimonio, la legalización de la eutanasia o de la prostitución y la despenalización de las drogas.

Nótese que muchos de los puntos de este listado no pueden interpretarse como las inevitables concesiones de un político liberal a un electorado insuficientemente liberal. En muchos casos no se trata de que la sociedad española no fuera lo bastante madura como para aceptar un programa liberal de máximos: cebar el tamaño del Estado —en lugar de congelarlo—, utilizar el gasto público para promover una particular agenda ideológica o los intereses económicos de los poderes fácticos cercanos a La Moncloa, infiltrar empresas públicas y privadas con miembros del partido, presionar a los medios de comunicación para que se sometan a las directrices del Ejecutivo o preservar los privilegios extractivos de grupúsculos organizados no son comportamientos que le vinieran exigidos a Aznar por ninguna mayoría electoral y sí fueron, por el contrario, exteriorizaciones flagrantes y escandalosas de una escasa convicción en los principios liberales.

Asociar al PP de Aznar con el liberalismo resulta tramposo y engañoso (como lo es asociar a algún partido mayoritario actual con el liberalismo). De hecho, si tan liberal hubiera sido el PP de Aznar, a Rajoy le habría resultado imposible desarticular la estructura y el programa de una formación repleta de liberales. Por el contrario, el recambio de liderazgo fue absolutamente sencillo: ningún alto dirigente tuvo que apostatar del liberalismo porque jamás lo habían aplicado ni mucho menos creído en él. Los habrá que crean innecesario remover a estas alturas el pasado, pero quienes aspiramos a que el liberalismo llegue a ser algún día una alternativa política y económica para España no podemos más que tratar de distinguirlo de todo aquello que no es liberalismo… por mucho que guste de reivindicar su nombre.


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