Pablo Casado quiere recentralizar parte de las competencias autonómicas en Educación para que sea el Gobierno de España quien determine las materias troncales presentes en todas las escuelas del país, para que uniformice el contenido de esas asignaturas a través de una más intensa inspección estatal y para que impulse disciplinas específicas como la informática o la tecnología. Por su parte, el Ministerio de Educación del Gobierno Sánchez está preparando su propio proyecto para derogar la Ley Wert con el propósito de incrementar las potestades de los gobiernos autonómicos a la hora de determinar el contenido de las asignaturas dentro de su territorio, para suprimir los itinerarios formativos a partir de 3º de ESO y para permitir la superación del Bachillero con una asignatura suspensa.
Dos partidos políticos con dos opiniones propias, y distintas, sobre cómo creen que debería organizarse óptimamente el sistema educativo español. Dos partidos políticos que, en lugar de poner en práctica sus propuestas montando su propio centro educativo en competencia con otras escuelas dotadas de modelos de enseñanza diferentes, se creen legitimados para imponer sus concepciones sobre la educación al conjunto de la sociedad española: esto es, en lugar de permitir que cada ciudadano escoja qué tipo de programa educativo prefiere, ambos partidos optan directamente por imponerles a todos el suyo propio.
Y es que tanto el punto de partida de Casado como de Sánchez son incorrectos: la competencia sobre educación no ha de transferirse ni a las comunidades autónomas ni a la Administración Central, sino a cada estudiante con capacidad de obrar o, en su defecto, a sus tutores legales. A la postre, el derecho a la educación no es un derecho del político de turno a inculcar sus propios valores o ideas en la mente de los estudiantes españoles, ni tampoco el derecho de cada político a imponer a cada ciudadano el método que éste debe utilizar para maximizar su aprendizaje: es decir, el derecho a la educación no es un privilegio de nuestros gobernantes a adoctrinar a cada ciudadano como si fueran sus dueños y señores. Al contrario, el derecho a la educación es el derecho (negativo) de cada persona a que un tercero no le bloquee su acceso a la educación; y, en el caso de los menores no emancipados, también es el derecho (positivo) frente a sus tutores —generalmente sus padres— de recibir un nivel de formación adecuado para insertarse ulteriormente en sociedad.
En este último sentido, el derecho a la educación es también uno de los derechos que el menor no emancipado posee frente a sus tutores legales en virtud de la patria potestad y también es, por consiguiente, una obligación que los tutores legales han de modular en función de cuál crean que constituye el interés superior del menor. Y es que, al no existir una única forma válida de desarrollarnos como personas ni de alcanzar la felicidad a lo largo de nuestras vidas, es lógico que los tutores ejerzan su obligación de educar a sus pupilos de aquel modo en el que juzguen que están maximizando sus probabilidades de éxito: esto es, los tutores tienen el derecho a determinar cómo ejercer su obligación de educar a su pupilo. Puede que tal derecho no sea ilimitado —es decir, cabría argumentar a favor de ciertos límites muy generales al tipo de formación que unos padres pueden transmitir a sus hijos—, pero desde luego es un derecho muchísimo más amplio que el actualmente reconocido por nuestras leyes educativas: en este campo, como en tantos otros de nuestras vidas, habría que abogar por la mínima injerencia de la sociedad, o del Estado, en las libertades individuales ajenas.
Por consiguiente, el derecho a la educación lo posee cada persona —o, por delegación, sus tutores legales— frente al resto de individuos que puedan querer controlar su educación. De ahí que, cuando las administraciones públicas, ya sean la central o las autonómicas, imponen a los ciudadanos un determinado modelo educativo concreto —qué asignaturas estudiar, cuáles son los contenidos de cada una de ellas, cuántas horas semanales ocupan, cuántos y cuáles son los cursos en los que se imparten, qué métodos docentes puedan emplearse, etc.— están conculcando el derecho a la educación de esos ciudadanos: a saber, el derecho a escoger libremente qué tipo de educación desean recibir. Tanto Casado como Sánchez perpetúan modelos de enseñanza donde el derecho de cada ciudadano a la educación es aplastado por el Estado.
Y nótese que el anterior argumento no tiene mucho que ver con el modo de financiar ese derecho a la educación. Un socialdemócrata podría perfectamente defender que las administraciones públicas tienen la obligación de garantizar que todos los ciudadanos cuenten con los recursos suficientes como para escoger entre las diversas alternativas educativas existentes, manteniendo al Estado en una posición de neutralidad con respecto a cuál es la alternativa que cada persona finalmente escoge; para ello bastaría con que el Estado implementara un sistema de cheques escolares (cada estudiante recibe anualmente una transferencia estatal que puede utilizar para pagar la matrícula de cualquier centro de enseñanza) o incluso con que dotara de autonomía plena a cada escuela pública y se condicionara su financiación a largo plazo al número de alumnos que regularmente cursan sus estudios en ella. Tales modelos, de hecho, no sería tan diferentes a los que ya aplica el Estado en otros campos de nuestra vida: cuando una persona queda desempleada, el sector público le proporciona una prestación monetaria, pero no le indica en qué debe gastársela; a su vez, el Estado habilita una red de bibliotecas públicas para facilitar el acceso material al conocimiento, pero no nos indica cuáles de sus libros debemos leer y, mucho menos, cuáles de ellos debemos memorizar.
En suma, incluso desde posiciones socialdemócratas existe mucho margen para respetar el derecho a la educación en mucha mayor medida de lo que se hace hoy. Basta con tomarse en serio la importancia de respetar la libertad ajena: algo que ni Casado ni Sánchez parecen hacer. La reforma educativa que necesitamos no pasa por otorgar más control sobre el sistema educativo ni a la casta política que controla la Administración Central ni a la casta política que controla las administraciones autonómicas: pasa por devolverle a cada persona el control sobre su educación.