Señala el socialista Martin Schulz, actual presidente del disfuncional Parlamento Europeo y aspirante a reemplazar al socialdemócrata José Manuel Durao Barroso al frente de la liberticida Comisión Europea, que “el capitalismo salvaje ha destruido a Estados y a individuos”. Lo dice sin sonrojarse desde la poltrona de una megaburocracia que maneja un presupuesto anual superior a los 1.700 millones de euros -bastante más del doble que los beneficios de una multinacional española como Ferrovial- y como aspirante a dirigir otra que ejecuta un presupuesto de más de 135.000 millones de euros anuales -el triple que los beneficios anuales de algunas de las compañías más grandes del planeta, como Apple o Exxon-.
Acaso un capitalismo menos asilvestrado fuera para Schulz aquel que le permitiera al superEstado europeo ahondar en el expolio fiscal de sus ciudadanos para así quintuplicar los fondos a disposición de esas dos muy prescindibles instituciones que el alemán ha presidido o aspira a presidir.
No en vano, lo que algunos han llamado despectivamente la Europa de los mercaderes es, más bien, la Europa de los burócratas y de las oligarquías lobistas: jamás los Estados europeos, esos que presuntamente han sido destruidos por el capitalismo salvaje que denuncia Schulz, han detentado tanto poder regulatorio y financiero sobre sus aplastadas sociedades.
Basta echarle un ojo a Eurostat: en el conjunto de la Unión Europea, el tipo impositivo medio sobre el consumo se ubicaba en 1995 en el 20% y hoy sigue anclado en el 20%; la tributación media sobre el trabajo era en 1995 del 37,2% y hoy apenas se ha reducido al 35,8%; y, en contrapartida, la fiscalidad media sobre el capital se ha disparado del 26,4% al 29,4%. En conjunto, la presión fiscal de la muy antiliberal Unión Europea ha subido del 45% del PIB en 1995 al 45,6% en 2012. Tras dos décadas de presunta desaparición y desarme neoliberal de los Estados europeos, resulta que éstos gozan de mejor salud que nunca.
Visto lo visto, será que ningún grado de hipertrofia estatal es suficiente para el socialista Schulz. De hecho, el alemán explica el auge de populismos antiliberales del estilo de Berlusconi en Italia o de Le Pen en Francia bajo el argumento de que sus votantes son clases medias que se sienten desamparadas por el menguante gasto social de sus Estados. ¿Menguante gasto en Francia e Italia? ¿Pero de qué estamos hablando exactamente? El gasto público sobre el PIB del país alpino alcanzaba en 2012 el 50,6% del PIB (con una presión fiscal del 47,7%), mientras que en Francia se sobredimensionaba hasta el 56,6% (con una presión fiscal del 51,8%). ¡Dos Estados europeos que manejan directamente la mitad de la economía (e indirectamente, vía regulaciones, la otra mitad) y el problema para Schulz es que los Estados son demasiado pequeños!
¿Hasta dónde querría el alemán aumentar el peso y las competencias de los Estados europeos y, sobre todo, del megaEstado europeo que llevan décadas construyendo para gobernarnos a todos bajo una misma bota única? ¿Cuál es el límite del aquelarre intervencionista hacia el que este grupo de privilegiados plutócratas, liderados entre otros por Schulz, llevan lustros conduciendo al continente europeo? ¿Hasta dónde ambicionan aumentar la rapiña tributaria y la asfixia regulatoria de las familias y de las empresas europeas bajo el chivo expiatorio de contrarrestar un falaz turbocapitalismo expansivo?
Por desgracia, lo realmente salvaje en Occidente no es el capitalismo sino la codicia y las ansias de poder de nuestros políticos y de los grupos de presión a los que sirven. Lejos de recuperar los saludables principios liberales sobre los que floreció y prosperó Europa -la descentralización institucional, el libre comercio, el dinero honesto basado en el oro, la fiscalidad mínima, la libre competencia de los mercados y, sobre todo, la preocupación por ponerle coto al poder político- la casta política eurocrática está imponiendo aquellos antivalores por culpa de los que sucumbió Europa en repetidas ocasiones -la centralización imperial, el mercantilismo, el monopolio monetario de carácter inflacionista, la fiscalidad confiscatoria, el encorsetamiento dirigista y prebendista de los mercados y, sobre todo, la demolición de la mayoría de contrapesos institucionales que contribuían a restringir el desparrame del poder político-.
La libertad y el bienestar de los europeos pasa necesariamente por reducir y limitar enérgicamente a sus mastodónticos Estados; empezando por el desmantelamiento de ese nocivo megaEstado de la UE plagado de políticos que, como Schulz, sólo saben atribuir el fracaso del estatismo desbocado que padecemos a un inexistente capitalismo salvaje con el propósito de seguir parasitando la riqueza que generan las familias y las empresas europeas.
Nuestro modelo debería ser la pacífica, descentralizada y próspera Suiza, no los militaristas, centralizadores y estatalizadores imperios napoleónico y bismarckiano. Libertad de movimientos para personas, capitales y mercancías, sí; burocracia estatal bruselense, no.