España es uno de los países de la OCDE con una estructura fiscal menos atractiva para promover el crecimiento económico. Así lo asegura al menos un reciente estudio del think tank estadounidense Tax Foundation: nuestro país ocupa el puesto 27 de los 35 Estados que conforman la OCDE, algo que nos colocaría en una fuerte desventaja competitiva frente al resto de economías desarrolladas para atraer y retener inversión global. Pero, ¿por qué cualificamos tan mal y que podríamos hacer por mejorarlo? En esencia, porque en las cuatros grandes categorías de impuestos (Sociedades, IRPF, IVA y fiscalidad sobre la riqueza) estamos muy lejos de las mejores prácticas existentes en la OCDE: entre los 35 países reseñados, ocupamos la posición vigésimo sexta en el Impuesto sobre Sociedades, la décimo octava en el IRPF, la décimo quinta en el IVA y la trigésimo primera en la tributación sobre la riqueza. Es decir, España puntúa entre mediocre y mal en todos los apartados fiscales.
Ahora bien, de acuerdo con la Tax Foundation, el impuesto que peores repercusiones acarrea sobre el crecimiento económico es el de Sociedades. En este caso, como ya hemos apuntado, estamos en la cola (posición 26) y no por poco: si el país que cuenta con una mejor regulación de este tributo —Estonia— obtiene una puntuación de 100, nosotros nos quedamos en 47,3. Desde luego, podemos fustigarnos con semejante fracaso o, por el contrario, aprovechar esta comparación para emular las mejores prácticas internacionales en esta materia.
En particular, ¿quiénes son los países que, de acuerdo con la Tax Foundation, disfrutan de un Impuesto sobre Sociedades menos distorsionador sobre el crecimiento económico? Estonia, Letonia, Hungría, Irlanda, Finlandia y Suiza. A este respecto, podría pensarse de un modo excesivamente reduccionista que “menos distorsionador” equivale a todos los efectos a “tipo impositivo bajo”: y desde luego un gravamen reducido ayuda, pero no es ni mucho menos suficiente. De hecho, fijémonos en que la diferencia de gravámenes entre España y muchos de los países que ocupan la parte alta de la tabla no es tan acusada: frente al 25% de nuestro país, Suiza (sexta en el ranking) cuenta con uno del 21,1%; Estonia, Letonia y Finlandia (primero, segundo y quinto, respectivamente) con uno del 20%; y son sólo Hungría (tercera) e Irlanda (cuarta) quienes exhiben tipos apreciablemente menor (del 9% y del 12,5%, respectivamente). Y es que, como digo, existen otros factores a tener en cuenta para determinar cuán atractivo resulta un determinado Impuesto sobre Sociedades.
Primero, si buscamos que las empresas inviertan, no deberíamos castigar fiscalmente aquella parte de sus beneficios destinada a la reinversión. Todos los Estados tienen hasta cierto punto esto en cuenta al permitir que la amortización anual de la maquinaria, los edificios o los intangibles reduzca la base imponible del tributo, pero normalmente imponen estrictos límites a cuánto o cuándo las empresas pueden recurrir a esta práctica. La existencia de tales límites provoca que, a la hora de la verdad, no todo el coste de la inversión termine realmente minorando la base imponible: en el caso de España, por ejemplo, Tax Foundation estima que las empresas sólo pueden deducirse el equivalente al 78% del valor presente de su inversión en maquinaria, el 39% de su inversión en inmuebles comerciales y el 28% de su inversión en intangibles. Tales porcentajes contrastan enormemente con los de Estonia y Letonia, cuyas empresas están directamente exentas de tributar por aquellos beneficios que reinviertan internamente (es decir, solo pagan impuestos sobre los beneficios distribuidos a los accionistas), lo que les permite de facto ahorrarse el 100% del coste de todas sus inversiones.
Segundo, si las empresas obtienen ganancias durante un año pero exhiben pérdidas en ejercicios anteriores o posteriores, debería serles posible compensar sus ganancias con sus pérdidas: a la postre, una compañía que haya perdido 100 durante un año y ganado 100 en otro, en realidad no ha ganado nada en el conjunto de ambos ejercicios, de modo que no habría que hacerla tributar por sus inexistencias beneficios agregados. Nuevamente, casi todos los Estados permiten algún tipo de compensación entre las pérdidas y las ganancias devengadas en períodos distintos, pero casi siempre con notables restricciones: por ejemplo, Hungría, pese a ser muy competitiva en cuanto a su tipo impositivo (9%), es altamente restrictiva en este capítulo, dado que no permite compensar pérdidas presentes contra ganancias pasadas y sólo contra las ganancias obtenidas durante los cinco años inmediatamente posteriores; España, por su parte, permite compensar las pérdidas presentes contra ganancias futuras de manera ilimitada, pero no autoriza ningún tipo de compensación contra ganancias pasadas. Y, también aquí, son Estonia y Letonia las que cuentan con un más ejemplar impuesto: permiten compensar pérdidas presentes de manera ilimitada contra ganancias pasadas o futuras.
Tercero, a los políticos les encanta determinar dónde han de invertir las empresas, al margen de si tales inversiones tienen sentido económico o no. Una forma de teledirigir los planes de negocio de las compañías es introduciendo incentivos fiscales dentro del Impuesto sobre Sociedades: en lugar de rebajar el tipo impositivo para todo tipo de inversiones, se lo suben a todas y luego lo rebajan selectivamente si las empresas se comportan como quieren los políticos. Así, mientras Estonia y Letonia no introducen ningún incentivo fiscal (buscan neutralidad interna), el tributo español sí está plagado de ellas.
Y cuarto, el coste del Impuesto sobre Sociedades para las empresas no se reduce a lo que éstas tienen que pagar directamente al Fisco, sino que también se extiende a todos los gastos que tienen que efectuar para gestionarlo. Cuanto más sencillo de cumplimentar sea un impuesto, tanto más barato les resultará a las compañías que lo padecen. Así, mientras que es necesario destinar de media 33 horas para cumplimentar este tributo en España, apenas se requieren cinco en Estonia, 12 en Irlanda, 15 en Suiza, 21 en Finlandia y 23 en Letonia.
En definitiva, ¿cómo podemos mejorar la eficiencia y la competitividad de nuestro Impuesto sobre Sociedades? Limitando la base imponible a los beneficios distribuidos —no a los reinvertidos—, eliminando todos los distorsionadores incentivos fiscales, bajando apreciablemente el tipo impositivo, permitiendo la compensación ilimitada —a pasado y a futuro— entre pérdidas y ganancias, y simplificándolo. Coloquémonos a la vanguardia de la justicia tributaria en materia del Impuesto sobre Sociedades y, merced a ello, también podremos colocarnos a la vanguardia de la inversión empresarial y del crecimiento económico.