El euro cumple 20 años entre reivindicaciones generalizadas de que hace falta “rematar” su arquitectura institucional completando la unión bancaria e implantando la unión fiscal. La idea es aparentemente bienintencionada: con una moneda única, las heterogéneas economías nacionales no disponen de capacidad para afrontar sus propias crisis internas devaluando su divisa, de modo que no les queda otro remedio que recurrir a la política fiscal a modo de mecanismo anticíclico. Y para que cada país miembro pueda poseer un margen financiero suficiente como para ejecutar políticas fiscales muy expansivas ante una crisis, resulta a su vez necesario o que sus pasivos explícitos (deuda pública) y sus pasivos implícitos (garantía a los depósitos bancarios nacionales) estén mutualizados o que los Estados más solventes efectúen transferencias a los países menos solventes (unión bancaria y fiscal). En caso contrario, ante una crisis de calado, las economías más débiles caerán en el descrédito de una crisis fiscal y serán incapaces de salir del atolladero.
Tal proyecto político (la progresiva construcción de unos Estados Unidos de Europa) se nos suele vender como la única alternativa posible a los problemas estructurales del euro: o eso o abandonar la moneda única y regresar a las divisas nacionales. Aquellos que nos oponemos a la centralización política-económica de la Eurozona y, también, a la disolución nacionalista del euro pareceríamos hallarnos en un callejón sin salida: o tragamos con el mega-Estado bruselense o con el inflacionismo endémico de la peseta. Pero no: existe la alternativa de cumplir aquellos pactos fundacionales bajo los que el euro fue creado y que justamente pretendían que 19 economías heterogéneas pudieran convivir con una sola moneda. Me estoy refiriendo a las reformas estructurales y al Pacto de Estabilidad y Crecimiento.
Recordemos que las crisis son períodos en los que los patrones de producción gestados durante la expansión se vienen abajo y, en consecuencia, se hace necesario reemplazarlos por otros: en ese contexto, las devaluaciones sirven para rebajar todos los precios internos en relación con los precios externos para así aumentar la competitividad del conjunto de la economía frente al resto del mundo; y, por su parte, los estímulos fiscales buscan sostener el volumen de gasto interno mientras algunos sectores se reajustan o, al menos, mientras regresa la confianza inversora y la rueda vuelve a girar.
Las reformas estructurales, en cambio, pretenden facilitar y acelerar el reajuste interno para así volver a las economías menos dependientes de los estímulos monetarios o fiscales: flexibilizar los precios y los costes internos para que sea posible rebajarlos cuando haya que recuperar competitividad global; suprimir regulaciones y aliviar la fiscalidad para que, durante una crisis, aparezcan rápidamente nuevas oportunidades de negocio; o eliminar las barreras, los costes y los desincentivos que dificultan que los factores productivos se trasladen desde los sectores en declive a los sectores nacientes. Dicho de otra forma, en lugar de combatir las crisis con políticas keynesianas de demanda, combatámoslas con políticas de oferta: facilitar y acelerar el reajuste real. Y para ello resultan necesarias profundas reformas estructurales en todos los países de la Eurozona: reformas que hasta la fecha no se han ejecutado.
Con todo, y pensando en aquellos que deseen retener cierta capacidad de estimular una economía en crisis por el lado de la demanda, será necesario mantener un buen margen de solvencia estatal para así permitir el endeudamiento público en momentos de recesión: y ahí es donde entra la lógica del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, esto es, el compromiso de cada Estado miembro de mantener a raya su déficit estructural y de contener su deuda pública por debajo del 60% del PIB. Un Estado financieramente saneado puede hacer uso durante varios años de políticas fiscales expansivas sin que caer en riesgo de bancarrota: y varios años de estabilización de la demanda en el contexto de una economía razonablemente flexible y libre es más que suficiente para superar una recesión. Pero para ello los países europeos han de tomarse en serio el respecto a las directrices del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (al tiempo que la Comisión ha de sancionar inmisericordemente a quienes lo incumplan): algo que hasta la fecha no ha sucedido.
En otras palabras, lo que necesita el euro no es más centralización política y fiscal, sino cumplir con aquellos compromisos que se adoptaron en el momento de su constitución y que han sido totalmente marginados desde entonces: liberalización de los mercados y austeridad de los gobiernos nacionales. Acaso se replique que lograr estas dos misiones fáciles no es una tarea fácil y que, por tanto, se trata de un objetivo político escasamente realista. Y en parte es verdad: existen enormes intereses creados en contra de cualquier apertura regulatoria (los empresarios incumbentes cabildean para seguir protegidos por la maraña legislativa) o de cualquier recorte de las transferencias públicas (los receptores netos protestan para mantener sus ingresos a cargo del Estado). Pero esa misma crítica cabe dirigírsela a quienes defienden la unión bancaria y la unión fiscal: mutualizar gran parte de los pasivos bancarios y estatales de la Eurozona así como crear un enorme presupuesto comunitario no va es una tarea sencilla que no vaya a enfrentarse a una fortísima contestación social.
Por consiguiente, para que el euro sobreviva a largo plazo será en cualquier caso necesario adoptar reformas difíciles y de calado dentro de la arquitectura europea. Al respecto, podemos o cebar financieramente a la eurocracia bruselense o, por el contrario, poner fin al mercantilismo de las administraciones nacionales. Cualquier persona comprometida con la libertad, en un sentido amplio del término, debería apostar por la segunda opción: moneda única sí, pero sin crear un Leviatán europeo cuya única misión sea la de arrebatarles su dinero a todos los ciudadanos europeos para posteriormente repartirlo a lo largo y ancho del Continente según los intereses de la iluminada élite bruselense.