Vox es indudablemente el partido que ha marcado la agenda política nacional durante el último mes y también el que ha experimentado un mayor crecimiento en sus expectativas de voto. Después de varios años vagando por el desierto, el discurso sin complejos de Abascal ha terminado calando entre una parte de la población y despertando un entusiasmo similar al que en su día generó Podemos.
Hace unos meses ya tuve ocasión de analizar las famosas “100 medidas para la España viva” que constituyen, hasta la fecha, el mayor esfuerzo de concreción programática por parte de Vox. Desde un punto de vista político, el ideario del partido rezumaba nacionalismo español, conservadurismo estatalizador, centralismo administrativo, mercantilismo regulatorio y, en algunos aspectos, también un cierto liberalismo económico. A tenor de lo que los dirigentes han ido exponiendo desde entonces en los medios de comunicación, me atrevería a decir que el ideario del partido todavía no está completamente maduro sino que, más bien, se halla en permanente reajuste en función de los vientos electorales y, supongo, de los nuevos intelectuales que se estén acercando a la formación (por ejemplo, varios de sus cuadros han manifestado recientemente que su objetivo no es abolir las autonomías para concentrar tales competencias en la Administración Central, sino para descentralizarlas a ayuntamientos y provincias, algo que constituiría una saludable enmienda al jacobinismo que les había venido caracterizando hasta el momento).
Imagino que esa misma reconstrucción permanente es, también, el estadio en el que se encuentra su programa económico. Si uno analiza sus propuestas específicas en este campo, podrá encontrar varias ideas indudablemente atractivas para cualquier liberal: “drástica reducción del gasto político” (medida 35); “simplificación normativa, de trámites y de procedimientos. Derogar cinco normativas por cada una promulgada para el comercio y la industria” (medida 37); “rebaja radical del Impuesto sobre la Renta. Tipo único fijo del 20% hasta los 60.000 € anuales, tributando al 30% cualquier exceso sobre el mencionado límite” (medida 39); “reducir el tipo general del Impuesto sobre Sociedades al 20% con una reducción del 5% en el caso que los beneficios no se distribuyan” (medida 40); “tratamiento conjunto de la renta familiar repartida entre los dos cónyuges” (medida 44); “supresión del Impuesto sobre el Patrimonio, el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones y Plusvalías municipales en todo el territorio nacional” (medida 46); “liberalizar el suelo” (medida 47); “un nuevo modelo para nuestras pensiones (mixto de capitalización y reparto)” (medida 53); “revisión de la Ley del Suelo y corregir sobrevaloraciones a efectos de IBI de construcciones agrarias” (medida 54). Es verdad que hay otras medidas de carácter más mercantilista, dirigista y proteccionista (medidas 34, 38, 43 o 50), pero, pese a ello, los guiños a un cierto liberalismo económico (que no social) son innegables.
Ahora bien, lo importante de un programa económico no es sólo que posea unos principios correctos o unas buenas ideas abstractas, sino que sea capaz de aplicarlas a la realidad específica de una sociedad. Hablar, en general, de bajar impuestos y de recortar el gasto es algo tan positivo como inconcreto: falta otro paso, muchísimo más relevante para que sus promesas adquieran credibilidad, que es el de cuantificar de manera rigurosa cuánto gasto se va a recortar (y de dónde) y cuál va a ser el impacto sobre la recaudación de las reducciones fiscales planteadas. A la postre, España no tiene margen para acumular más deuda pública —como están haciendo actualmente los EEUU de Trump—, de modo que sólo deberíamos rebajar impuestos en la medida en que no elevemos el déficit: y eso implicará, normalmente, aprobar recortes de gasto.
En demasiadas ocasiones, empero, los liberales esquivan este debate central acerca de cómo cuadrar ingresos y gastos. No en vano, vender reducciones de impuestos es algo muy popular entre cierto electorado, pero anunciar recortes de gasto puede no serlo tanto (al revés de lo que le sucede a la izquierda: prometer subidas de gasto es maravilloso pero financiarlas con impuestos que recaen sobre sus electores no tanto). Las dos argucias que suelen emplearse para no entrar en este debate crucial son la apelación a Laffer (“si bajamos impuestos aumentará la recaudación, de modo que no hará falta recortar el gasto”) y el as del gasto político (“hay muchos chiringuitos y administraciones paralelas que pueden recortarse sin afectar al ciudadano”). Nótese que estos mismos requiebros tienen su correlativo entre la izquierda con el multiplicador keynesiano (“si subimos el gasto, aumentará la actividad económica y por tanto la recaudación, de modo que no necesitaremos subir impuestos”) y con los impuestos a los ricos o el fraude fiscal (“hay muchos ricos a quienes subir los impuestos antes de hacerlo a las clases medias”).
Mi intención con este artículo no es negar la existencia de efectos Laffer (a menores impuestos, mayor actividad y algo de recuperación de recaudación) o la presencia de gasto político (ineficiencia y redes clientelares): claro que hay margen para bajar impuestos sin aumentar el déficit público y sin recortar los gastos centrales del Estado de Bienestar. La cuestión es cuánto margen hay: no es lo mismo bajar unas décimas el IRPF que implantar un tipo único del 20% al tiempo que se exime de su abono a los pensionistas. Y para saber cuánto margen hay y, por tanto, cuántos impuestos se pueden bajar sin afectar al déficit (a falta de otros compromisos de recorte de gasto no político) es necesaria una memoria económica.
La memoria económica es, simple y llanamente, la estimación por parte de Vox de a) cuánto variará la recaudación de cada impuesto con la reforma fiscal planteada (y en qué hipótesis apoyan esa estimación); b) cuánto gasto “político” considera Vox que existe (y cómo ha llegado a esa estimación). Sólo cuando pongan cifras a sus promesas, y especifiquen los supuestos que respaldan tales cifras, podremos comenzar a juzgar críticamente si su programa económico es una mera carta a los Reyes Magos o una “revolución fiscal” creíble. Conste que redactar una memoria económica no equivale a contar la verdad a los ciudadanos (las memorias económicas de Podemos, por ejemplo, eran fantasiosas y unicornianas), pero sí permite que los ciudadanos las analicemos para saber si nos están tratando de engañar o, en cambio, proponen algo cercano a la verdad.
De momento, Vox carece de memoria económica y, por tanto, sus propuestas en este campo son un puro brindis al Sol. Puede que, en lo relativo a las medidas ya reseñadas y al contrario de lo que sucedía con Podemos, estemos ante un brindis al Sol con cava y no con cicuta: pero, en cualquier caso, no es más que un brindis al Sol.