Liberalizar la concesión de licencias de taxi o de autorizaciones VTC —es decir, poner fin a su limitación cuantitativa, de modo que cualquier conductor que cumpla unos requisitos mínimos pueda acceder a una— generaría, según pronostican sus detractores, un colapso de nuestras ciudades: “Con licencias libres —afirman— podríamos llegar a ver a un millón de taxistas por las calles de Madrid, lo que dispararía los atascos y la contaminación”. Desde esta perspectiva, la restricción numérica de estos permisos constituiría un mecanismo idóneo para regular las dos externalidades negativas que genera el automóvil dentro de nuestras ciudades: la congestión y la polución.
Y, ciertamente, restringir el número de licencias ayuda a combatir la congestión y la polución del tráfico, pero no es la única forma de lograrlo ni tampoco la más eficiente (esto es, aquella que permite conciliar de un mejor modo los intereses de todas las partes implicadas). Por ejemplo, otra manera acaso más razonable de reducir los efectos perniciosos del taxi sobre los atascos y sobre la contaminación sería exigir su precontratación, así como la prohibición de que circulen vacíos por la ciudad en busca de clientes: de hacerse así, solo circularían aquellos taxistas que fueran a prestar un servicio al usuario y durante el tiempo imprescindible para ello.
Y en este último caso sería del todo indiferente si la oferta potencial de taxistas fuera de 70.000 o de un millón: de entre todos ellos, como decimos, tan solo ocuparían las calzadas aquellos que estuvieran prestando activamente un servicio, no aquellos que simplemente aspiraran a prestarlo. Por consiguiente, a menos que los taxistas pronostiquen que, liberalizando el sector, habría centenares de miles de ciudadanos usando simultáneamente los servicios del taxi, la libertad de entrada en el sector del taxi no conduciría al colapso de las ciudades con esta última limitación alternativa a los cupos de licencias.
Curiosamente, empero, no he escuchado a ningún colectivo de taxistas —tan preocupados como dicen estar por los atascos y por la polución— plantear este tipo de soluciones que permitirían combinar la libertad en la elección de oficio (y la supresión de los privilegios anticompetitivos del taxi) con un acotamiento incluso superior al actual de las externalidades negativas generadas por ese oficio: cualquiera diría, de hecho, que la congestión y la contaminación son meros pretextos que utiliza el gremio para repartirse monopolísticamente el sector de alquiler de vehículo con conductor.
Ahora bien, es cierto que el servicio de buscar a pasajeros por la calle puede resultar valioso para los propios ciudadanos y, además, no dejaría de resultar discriminatorio que un particular esté autorizado a dar vueltas sin límite por la ciudad y, en cambio, un taxista no pueda hacerlo. ¿Existe alguna alternativa que permita que todos los conductores internalicen sus externalidades negativas en un marco de libertad de entrada en el sector del taxi? Sí: los peajes electrónicos urbanos.
Actualmente, circular en coche por una ciudad es gratuito para el conductor (aun cuando deba hacerse cargo del coste variable del combustible y de otros costes fijos vinculados a la tenencia y uso del vehículo). Este no toma en consideración que, al ocupar la calzada, está perjudicando a otros conductores (atascos) y a otros ciudadanos no conductores (polución). Si, en cambio, cada conductor tuviera que abonar un peaje que dependiera del número de vehículos circulando simultáneamente por un barrio o de los niveles de contaminación en la ciudad, entonces cada conductor —no solo cada taxista, sino todos y cada uno de los conductores— se autolimitaría a la hora de usar su coche (o bien buscaría otras alternativas de movilidad o bien optimizaría sus trayectos).
El sistema de peajes electrónicos urbanos lleva dos décadas funcionando exitosamente en Singapur. El precio de los peajes va cambiando dinámicamente en función del estado del tráfico y los conductores no necesitan detener sus vehículos para pagar, ya que el cobro se produce automáticamente cuando el automóvil pasa por debajo de un arco de tráfico (y mediante un datáfono adherido al vehículo). La recaudación de estos peajes se destina al mantenimiento de las carreteras (e idealmente también debería destinarse a indemnizar a aquellas personas más afectadas por la polución), de modo que se descarga presión tributaria del resto de contribuyentes.
¿Cabe esperar que con un sistema de peajes electrónicos urbanos los taxistas circularan tanto como lo hacen ahora? Desde luego que no, pues el coste de circular vacíos se incrementaría apreciablemente. ¿Cabría esperar que la liberalización del taxi llevara a nuestras ciudades al colapso? No, porque cuantos más conductores circularan, más se encarecerían los peajes y menores serían sus incentivos a tomar la calzada sin estar prestando servicio.
En definitiva, los peajes electrónicos urbanos son una solución general al problema de las externalidades negativas del tráfico en nuestras ciudades: permiten colocar un precio (y por tanto un coste) sobre el uso de recursos compartidos pero limitados (las carreteras o el aire). Al margen de cuál sea el futuro regulatorio del taxi, esta debería ser una política a considerar muy seriamente como alternativa a otras —verbigracia, Madrid Central— que se limitan a cerrar partes de la ciudad a la circulación de vehículos. Si, además, combinamos esos peajes electrónicos con la liberalización del taxi, ya matamos tres pájaros de un tiro: atascos, contaminación y privilegios anticompetitivos del gremio taxista.