El sistema eléctrico español es, ciertamente, un despropósito, pero un despropósito que sólo el intervencionismo estatal hubiese podido engendrar. En contra del muy extendido mito, el nuestro sector eléctrico no está brutalmente liberalizado y desregulado desde 1997, sino brutalmente planificado y manoseado por la casta política y la oligarquía lobista que acampa a su alrededor.
A la postre, todo sector eléctrico puede dividirse en tres actividades: la generación de la energía eléctrica, su transporte y distribución a través de la red, y su comercialización a los usuarios finales. La etapa de transporte y distribución ni siquiera ha pretendido ser liberalizada: erróneamente se juzga que las redes son un ‘monopolio natural’ que debe recaer bajo la propiedad o la estrechísima regulación del Estado y así se ha operado antes y después de 1997. Es el Estado quien autoriza la ampliación de la red eléctrica, impone su acceso irrestricto a cualquier usuario y fija por decreto el precio a abonar por su uso. De hecho, el 99% de la red de transporte es propiedad de Red Eléctrica de España, compañía todavía controlada accionarialmente por la SEPI.
Las actividades que la Ley de 1997 sí pretendió liberalizar —en falso— fueron la generación y la comercialización. A día de hoy, es habitual escuchar que en ambas industria impera una absoluta libertad de mercado que ha sido la responsable del vertiginoso encarecimiento de la luz, pero un simple análisis de la realidad bastará para que lleguemos a la conclusión más bien opuesta.
Por lo que se refiere a la generación eléctrica, España contaba a finales de 2012 con una potencia instalada de 108.148 MW, de los cuales 44.327 MW fueron instalados antes de 1998, bajo el instrumento de planificación estatal directa de los Planes Energéticos Nacionales. Los otros 63.821 MW se instalaron, en efecto, a partir de 1998, bajo el marco normativo de la presunta libertad de mercado. Ahora bien, más de la mitad de esa nueva potencia instalada a partir de 1998 (en concreto, 34.580 MW) se corresponde con centrales de régimen especial, esto es, centrales incentivadas y alentadas por el Estado mediante el establecimiento de primas que les garantizan rentabilidades extraordinarias y ajenas al mercado. En otras palabras, casi el 75% de toda la potencia instalada actual (que, para más inri, en el año 2012 fue la responsable de más del 85% de los 283.071 GWh de generación neta) se corresponde con centrales planificadas directa (Planes Energéticos Nacionales) o indirectamente (primas a las energías de régimen especial) por el Estado.
En realidad, el grado de intervención estatal en el campo de la generación eléctrica todavía va más allá de las primas al régimen especial, pues abarca toda una serie de instrumentos que sólo han servido para saquear a los grupos sociales desorganizados en beneficio de los grupos sociales organizados: primas al carbón, Costes de Transición a la Competencia, limitación legal de la indemnización máxima que deben pagar las nucleares en caso de accidente, compensación extrapeninsular, etc. En conjunto, pues, no puede hablarse en absoluto de mercado libre y desregulado de la generación eléctrica.
Algo similar sucede con la labor del comercializador. En un mercado libre, su tarea sería la de coordinar la oferta y la demanda de energía eléctrica intermediando entre los precios del mercado mayorista y del minorista: una mayor demanda final de los usuarios, elevaría el precio del mercado minorista y a su vez el del mayorista, incentivando que más centrales entraran en funcionamiento; un encarecimiento de los costes de generación o de distribución, en cambio, elevaría los precios del mercado mayorista y a su vez del minorista, incentivando a los consumidores a economizar su uso y volverse más eficientes desde un punto de vista energético.
Sin embargo, en el muy intervenido sistema eléctrico español, los comercializadores no pueden desarrollar esa tarea de un modo adecuado. Hasta 2009, el Gobierno fijaba la totalidad del precio de la luz (con las tarifas integrales); a partir de 2009, sólo sigue fijando la retribución del transporte, la distribución y las centrales de régimen especial a través de las tarifas de peaje de acceso (que representan entre el 60% y el 65% del total de costes del sistema eléctrico). Estas tarifas gubernamentales resultan, sin embargo, insuficientes para cubrir la totalidad de costes del sistema, de modo que la demanda de energía eléctrica no se ha ajustado a su coste real, al tiempo que se ha seguido engrosando la deuda tarifaria que esos consumidores sí tendrán que soportar en el futuro: se endeudan hoy para pagar una luz mucho más cara de lo que son conscientes.
En resumen: transporte y distribución ultrarregulados; generación planificada indirectamente a través del sistema de primas y de todo un ramillete de distorsionadoras intervenciones adicionales; y fijación parcial de precios que descoordina la oferta y la demanda. ¿Dónde está el libre mercado eléctrico? En ninguna parte: estatismo puro y duro. Que los operadores sean privados no significa que el mercado sea libre y competitivo.