En 2009 y 2010, las políticas de austeridad que estaban aplicando los países bálticos parecían abocarles al más irremisible de los colapsos: con respecto a 2008, Estonia había reducido su gasto público un 4,5% en términos nominales, Lituania un 4,7% y Letonia un espectacular 20,1%. Paralelamente, España lo incrementó un 7,7% y todavía hoy, tras los recortes de cortaúñas de Rajoy, sigue por encima del nivel alcanzado en 2008.
El efecto a corto plazo fue ciertamente doloroso: en 2009, en plena aplicación de las políticas de austeridad, el PIB de estos tres países llegó a caer entre un 15% y un 20% con respecto al nivel máximo alcanzado en plena burbuja del crédito. De ahí que los sicofantes del despilfarro megaestatal pudieran hacer su propagandístico agosto. Por ejemplo, en 2009 el diario Público titulaba con respecto a Letonia: “El bastión neoliberal de Europa se derrumba”.
Pero la austeridad por el lado del gasto logró sanear las finanzas públicas de estos países: Estonia registró superávit presupuestario en 2010, Letonia lo logró en 2012 (partiendo de un déficit superior al 7%) y Lituania se quedó en un déficit del 3,3% en 2012 (partiendo de un déficit del 9,4% en 2009). La ortodoxia financiera también permitió consolidar su endeudamiento estatal en niveles completamente manejables: la deuda pública de Estonia se sitúa en el 11% del PIB, la de Letonia en el 38% y la de Lituania en el 42%.
Fue este clima de rigor y estabilidad presupuestaria el que despejó los temores sobre una fuerte depreciación de sus divisas (que siguieron firmemente ligadas al euro) y, por tanto, proporcionó a sus ciudadanos y empresarios un marco de suficiente previsibilidad y estabilidad como para mantener o incrementar sus niveles de ahorro, proporcionando a su economía el capital suficiente como para transformar la burbujística estructura económica del país: la tasa de ahorro sobre el PIB de Estonia pasó del 20% en 2008 al 26% en 2013, facilitando el mantenimiento de su inversión en un elevado 27% del PIB; la de Letonia pasó del 17% al 24%, consolidando una inversión equivalente a casi el 26% del PIB; y la de Lituania, que fue la más rezagada, pasó del 14% al 18%, anclando el nivel de inversión en el 18% del PIB.
La combinación de ese notable volumen de inversión —en plena crisis económica— con unos mercados sustancialmente más libres y flexibles que los del resto de Europa les permitieron lograr una revolucionaria transformación de su estructura productiva, orientándola decididamente hacia el sector exterior: entre 2007 y 2012, las exportaciones de Estonia crecieron del 50% del PIB al 72%, las de Letonia del 27% al 44% y las de Lituania del 44% al 70%. Gracias a ello, y a la también marcada sustitución de importaciones, los saldos exteriores de estos tres países —marcadamente deficitarios durante la época de la burbuja— sufrieron un vuelco absoluto: Estonia y Lituania pasaron de registrar un déficit exterior de alrededor del 15% del PIB a un equilibrio exterior, mientras que Letonia redujo su déficit exterior del 22% al 1%. El saneamiento interior fue de la mano del saneamiento exterior y, por tanto, de una copernicana reorientación de la economía.
El resultado fue simplemente espectacular y se tradujo en vertiginosos crecimientos del PIB y del empleo: entre 2010 y 2013, el PIB de Estonia creció un 16% y su ocupación un 10%; el PIB de Letonia se expandió un 15% y su ocupación casi un 6%, y el de Lituania lo hizo un 13% con una creación neta de empleo del 3%. El éxito de los bálticos suponía toda una bofetada contra los keynesianos, quienes todavía se agarraban a un par de clavos ardiendo: tal como denunciaba Paul Krugman, ninguno de estos países había recuperado todavía el nivel de PIB y de empleo previos a la crisis. La crítica estaba en gran medida infundada: si la composición de tu PIB en 2007 provenía de inversiones burbujísticas e insostenibles sufragadas por el hiperendeudamiento exterior, no debería constituir referencia alguna sobre cuán bien o mal lo estés haciendo. Pero, en todo caso, sonaba verosímil: si tan bien lo estaban haciendo, ¿cómo es que eran incapaces de superar las marcas registradas en 2007 o 2008?
Afortunadamente, este desesperado discurso keynesiano pronto pasará a la historia: Estonia y Lituania se espera que superen su nivel de PIB previo a la crisis este mismo 2014, mientras que Letonia deberá esperar a algún momento entre 2015 y 2016. Peor son, ciertamente, las previsiones de empleo: en 2014, el número de personas ocupadas en Estonia será un 4% inferior al máximo alcanzado antes de la crisis; en Letonia rondará el 14% y en Lituania el 8%. El éxito en estos dos capítulos podrá parecerles, pues, parco, lo que aparentemente podría darles la razón a los keynesianos. Pero pensémoslo dos veces.
Primero: comparémoslo con la economía española, que no se espera que recupere el nivel de PIB previo a la crisis hasta finales de esta década y cuyo nivel de empleo en 2014 será casi un 20% inferior al de 2007; o comparémoslo con Islandia, la niña de los ojos europea de Krugman y el resto de keynesianos —ese país que, merced a su fortísima depreciación monetaria, constituía un paradigma de cómo superar la crisis con prontitud—, la cual, pese a haber triplicado sus niveles de deuda pública, no recuperará el nivel de PIB previo a la crisis hasta algún momento entre 2015 y 2016 (como Letonia, y peor que Lituania y Estonia) y su empleo en 2014 será un 8% inferior al máximo pre-crisis.
Segundo: los datos de empleo de los bálticos, sin ser buenos, deben matizarse por la evolución demográfica. Debido a su baja natalidad y, sobre todo, a sus intensos movimientos migratorios, Estonia, Letonia y Lituania vienen perdiendo población desde hace 25 años. Aunque tiende a pensarse que las fuertes migraciones que han experimentado estos países en los últimos años se han debido a la dura crisis económica, en realidad su influencia ha sido meramente secundaria. Por ejemplo, Letonia —el país más azotado por la emigración— ha visto cómo su saldo migratorio neto aumentaba desde una salida media de 15.600 personas entre 1991 y 2007, a una media de 24.800 entre 2008 y 2012 (es decir, la pérdida media anual extraordinaria de población vía migración durante los años de crisis no llega al 0,5% de la ciudadanos, porcentaje similar al que exhibió España en 2012). La emigración de los bálticos, en suma, está más bien vinculada a factores políticos y étnicos (la población rusa en estos tres países se ha reducido un 40% en el último cuarto de siglo, lo que permite explicar casi la mitad de la variación de la población que han sufrido desde entonces).
En contra de lo que suelen afirmar sus críticos, empero, este descenso de la población no quita mérito al milagro económico de los bálticos sino que se lo añade: lograr crecimientos económicos intensos con declive demográfico es muchísimo más complicado. Por ejemplo, la renta per cápita de Lituania ya superó en 2012 los máximos precrisis y la de Letonia lo hará ampliamente en 2014; la de Islandia, en cambio, no lo conseguirá hasta 2018, según las previsiones actuales. Así pues, si también corregimos el empleo por la variación demográfica, obtendremos una estampa más representativa de lo acaecido: el número de empleados sobre la población total de Estonia será en 2014 del 47,6% frente al 49% de 2008; en Letonia será del 43,8% frente al 46,3% de 2008; y en Lituania del 39,2% frente al 37,8% de 2008. Compárenlo con España (que se desplomará del 45,4% en 2007 al 37,7% en 2014) o incluso con la muy keynesianamente admirada Islandia (que caerá del 52% al 46,6%).
En definitiva, los bálticos siguen siendo todo un modelo de recuperación a seguir por parte de países como España, Grecia o Islandia. Las claves de su éxito son las que tantas veces hemos pregonado: austeridad pública y liberalización privada, es decir, más mercado y menos Estado. Pese a que hemos perdido siete años, todavía estamos a tiempo de seguir el camino correcto.