Hemos expuesto en numerosas ocasiones en estas páginas, la importancia que tienen las emociones a la hora de acudir a los mercados financieros. De hecho, en mi larga carrera de gestor patrimonial, he comprobado como los mejores inversores con los que he trabajado fueron aquellos que mayor control tenían sobre sus emociones, no los que más conocimientos tenían sobre aspectos técnicos o fundamentales de los mercados.
"En los mercados como en la vida misma, las emociones mueven mucho más las acciones y decisiones de las personas, de lo que lo hacen las razones. De ahí proviene el lugar común -y cierto- de que el miedo y la ambición son los principales responsables de las burbujas y los grandes colapsos financieros de la historia", afirmaba recientemente el economista Guillermo Bara en una nota de investigación, y tiene razón.
Las burbujas se producen por una exaltación del ánimo comprador hasta alcanzar una "exuberancia irracional" como decía Greenspan. Y a su vez, su estallido es el fruto de la extensión del pánico vendedor entre los inversores, que provoca que la irracionalidad les domine y decida por ellos.
Barba añadía en la nota que comentábamos anteriormente: En un ciclo como el del día y la noche, los precios en los mercados suben y bajan, se inflan y estallan, una y otra vez. Así, nacen y mueren los “toros” (mercados con tendencia alcista) y los osos (aquellos con tendencia mayor a descender) en una continuidad prácticamente infinita.
Es común que los seres humanos tendamos a dar “vida” a las cosas o grupos de cosas, al punto de incluso de atribuirles personalidad propia, pero cuya vida e individualidad no son mas que producto de la imaginación.
Mientras se tenga claro que esa “vida” es en realidad una abstracción que ayuda a explicar fenómenos complejos, las cosas marchan bien. Por ejemplo, cuando decimos que el mercado es un “toro”, cuyos precios tienden a subir al embestir hacia arriba, o un “oso”, cuando golpea con sus garras hacia abajo.
Pero el problema, en cambio, viene cuando a aquellas cosas o grupos de cosas -o personas-, les atribuimos en efecto una vida, personalidad e individualidad propia que NO tienen.
Ese “toro” y “oso” imaginarios no existen por sí mismos, no deciden como un animal real, sino que son un simple reflejo de decisiones de miles o millones de personas que con sus compras y ventas mueven los precios de los diferentes activos, y así debe verse. Nada más.
Si en cambio nos dejamos llevar por meras generalizaciones y explicaciones simplistas como ese animismo con el que damos vida a lo que no la tiene, podemos caer en el gravísimo error de aplicar falsas soluciones a problemas, que lejos de mejorar, empeoran.
Pensemos por ejemplo en situaciones de mercado en las cuales, por cualquier circunstancia, se dispara el precio de un producto.
Digamos -a propósito del coronavirus-, que por la psicosis colectiva se genera una demanda tal de cubrebocas y desinfectante, que sus precios se disparan al alza. Supongamos que la gente está tan molesta, que le exige al gobierno que pare esa situación, y que este responde decretando la prohibición de la venta de cubrebocas y desinfectante a cualquier precio superior al de antes del inicio de la crisis por covid-19.
Aunque no faltarían los aplaudidores de una medida como esta, por ser bastante “racional”, lo cierto es que en lo económico, sería sólo el comienzo de una serie de distorsiones previsibles e imprevisibles, que terminarían -adivinó usted-, con escasez de los productos, aparición de un mercado negro (ilegal), alzas de precio quizá mayores que la que se quería evitar inicialmente, etc.
Y es que una prohibición, cualquiera que sea, parte del error de suponer que será suficiente para evitar ciertas conductas -como si todos fuéramos iguales o uno solo-, pero claro, eso no sucede en la realidad. ¿Por qué? Porque no somos uno nada más. Cada persona es una mente distinta, un mundo diferente en el que, algunos, podrán ser obedientes, pero otros, preferirán actuar como mejor les parezca. No es posible determinar de antemano el comportamiento que todos tendremos siempre.
A veces, ante un estímulo, podemos tener una reacción. Pero si en otro instante ese mismo estímulo nos llega mientras nos sentimos diferente, la respuesta no será la misma.
Por eso resultan tan ineficaces e ineficientes medidas contra las drogas, las armas, la obesidad, el tabaquismo, etc., basadas en prohibiciones, impuestos o regulaciones a criterio de los gobernantes. Todas, medidas “racionales” contra conductas movidas por emociones que cambian todo el tiempo.
Eso explica por qué prohibir la portación de armas, no hace desaparecer los homicidios por arma de fuego; porqué la prohibición de las drogas no acaba con su comercio ni su consumo; porqué impuestos especiales a bebidas o tabaco tampoco servirán para que la gente deje de beber o fumar; ni los etiquetados y restricciones a las calorías evitarán que la gente caiga en sobrepeso y obesidad.
Quizá lo racional sería que todos nos portáramos “bien”, que nadie cometiera crímenes, que no fumáramos, no nos drogáramos ni bebiéramos alcohol para no afectar nuestra salud, ni comiéramos alimentos con exceso de azúcar, sales o calorías. ¡Pero lo hacemos! ¿Por qué? Porque queremos hacerlo. ¿Pero por qué? ¡Por la razón que sea!
¿Cómo empiezan las soluciones reales? Dejando de ver a “todos” como un “ser único obediente y racional”.
Si en cambio comenzamos a ver a la sociedad como lo que sí es: una comunidad de individuos que actúan con libre albedrío, cada uno por separado tomando decisiones grandes y pequeñas todo el tiempo, podemos dar paso a soluciones generales que respeten la libertad de las personas, pero que atiendan, corrijan y/o castiguen comportamientos que atenten contra la individualidad y libertad de los demás.
Ese y no otro, es el camino que conduce hacia una sociedad libre, con una economía de mercado, que no por casualidad es la única que hace posible tener prosperidad y crecimiento permanentes, al menos, mientras las instituciones de la libertad personal, la propiedad privada y el cumplimiento de los contratos celebrados, se mantengan. Así de simple… y de complicado al mismo tiempo.