Hay un concepto que está ganando actualidad por su creciente extensión entre lo que no hace mucho era la clase media: la pobreza energética. Aunque la idea de base es simple (no poder permitirse pagar la energía mínima para llevar una vida digna de acuerdo con los estándares occidentales), la definición precisa es un tanto elusiva. Por ejemplo, una definición común de pobreza energética es que una familia destine más del 10% de su presupuesto a gastos directamente energéticos.
Esta definición tiene el problema de que si en los gastos energéticos del hogar uno incluye el gasto en carburante para el coche o coches de la familia (que en puridad es también gasto directamente energético) resultaría que la población "energéticamente pobre" incluiría a una gran masa de trabajadores poco retribuidos, sobre todo en los extrarradios de las grandes ciudades donde el uso del coche es prácticamente obligatorio (o al menos se percibe así por una clase media que se resiste de dejar de serlo).Otra definición posible de pobreza energética es que la familia no puede mantener su hogar en un rango de temperaturas "de confort", fijado arbitrariamente en 20ºC en invierno y 25ºC en verano.
Dejando al margen que este criterio parece demasiado refinado si lo comparamos con la vida que todos los que tenemos más de 20 años hemos llevado, tal definición no contempla esas familias que viven prácticamente a oscuras para ahorrar electricidad, o que cocinan lo mínimo por el mismo motivo. Además, ese umbral energético depende de los condicionantes climáticos de la zona en la que se vive, siendo por tanto poco estándar y hace difícil la comparación entre países.
Delante de este problema, cada vez más apremiante (el insuficiente acondicionamiento de las viviendas puede crear problemas de salud graves, especialmente en ancianos y niños) han surgido multitud de expertos en la materia, que analizan la pobreza energética desde multitud de puntos de vista y proponen medidas ad hoc para paliarla (como se comentaba en el post precedente). En las discusiones sobre este problema no es raro que algún contertulio acabe por abogar por un libre acceso a la energía (o al menos a un mínimo vital garantizado) y otros brindis al Sol que resultan poco compatibles con un sistema de libre mercado como el nuestro y que chocan con los intereses del gran capital que se resiste a perder su papel hegemónico.
Lo que pretendo mostrar hoy es que el propio concepto de pobreza energética es otra manifestación más del proceso de negación que se lanza desde diversas instancias de nuestro sistema económico. Este proceso de negación intenta desesperadamente desligar la energía de su efecto económico, compartimentándola como si fuera una cosa independiente cuando, en realidad, la energía es la base de la economía y faltando la primera la segunda se hunde (lo que en particular implica que esta crisis económica no acabará nunca). Y es que, en suma, lo que llamamos pobreza energética es simplemente pobreza, a secas. Pobreza que se manifiesta de una manera que nos cuesta reconocer, porque la última vez que fuimos pobres lo fuimos de otra manera, pero que a medida que pase el tiempo nuestra pobreza de hogaño se irá pareciendo cada vez más a nuestra pobreza de antaño.
La cuestión es simple: si una familia no puede permitirse pagar la energía que querría gastar para mantener un estándar mínimamente digno de acuerdo con los patrones occidentales es por falta de renta disponible. Los salarios son cada vez más bajos, y aunque los precios medios suben moderadamente, esa subida unida a la bajada de los salarios reales hace que la vida sea más cara. Para acabarlo de agravar, los precios de la energía están subiendo más deprisa que el precio medio de las cosas. Bien es cierto que si el precio de la energía sube mucho, los precios de todo tendrán que ir subiendo también, puesto que la producción de mercancías y servicios tiene mucha energía embebida; en realidad, nuestro sistema económico vive un tiempo de descuento mientras la energía es relativamente barata, pero tal período no se prolongará mucho. De hecho, lo que falta para que esta nueva pobreza, a secas, se manifieste como lo que es es la subida del coste de los alimentos.
Afortunadamente el precio de los alimentos continúa siendo asequible en Occidente, pero tal situación no es duradera: el mundo se enfrenta, una vez más, a una nueva crisis alimentaria agravada por los extremos climáticos que afectan especialmente a zonas de alta productividad agrícola como los EE.UU. y Rusia, mientras que en Europa las rentas agrícolas son cada vez más bajas (como me comentaba mi suegro el otro día, a algunos compañeros suyos, payeses, el actual precio del grano no les paga el combustible de laborear la tierra y cosechar). Y eso sin contar con las eventuales Guerras del Hambre que se irán desatando, que agravarán la carestía general.
Pero el precio de los alimentos se mantiene relativamente estable en Occidente y por eso no vemos que los pobres energéticos son simplemente pobres, a secas, puesto que la mayoría de esta gente aún tiene comida que echarse al estómago; aunque aumentan los casos de malnutrición (comida nutricionalmente inadecuada: falta de frutas, verduras y carne, y exceso de fécula y pasta); aunque cada vez hay más casos de desnutrición, lo que históricamente ha sido una característica de la pobreza, a secas. Pero para mantener el precio de los alimentos asequibles las grandes compañías dedicadas a la distribución de alimentos tienen que ir reduciendo sus márgenes comerciales, puesto que todo sube (la materia prima, los costes del transporte y sus propios costes directamente energéticos) menos sus precios de venta. Así, no es extraño que algunos grupos de supermercados se encuentren en dificultades financieras. En realidad los supermercados tampoco podrían subir mucho los precios porque eso retraería el consumo o lo llevaría hacia las redes de otros grandes grupos, también en situación de pérdidas pero con mayor aguante financiero.
Al final, en el mundo de los supermercados se está librando una sorda batalla para ver quién es el último hombre de pie, y cuando haya un ganador, una única marca que aún aguante, los precios de los alimentos finalmente subirán hasta que se llegue a un nuevo y diferente punto de equilibrio, en el que los consumidores capaces de pagar los precios resultantes proporcionen a la nueva red de supermercados redimensionada a la baja un margen comercial adecuado para su continuidad. En ese momento la gente con rentas bajas tendrán dificultades para pagar no sólo la luz, el gas o la gasolina del coche, sino también los alimentos, y será evidente que el problema es lo bajo de los ingresos, la pobreza a secas, y no solamente la pobreza energética. Para ese entonces la clase media como tal habrá desaparecido, pero la confusión de términos y la creación de nuevos conceptos y falsos debates habrá permitido adormecer la conciencia colectiva hasta el momento en que ya todo esté consumado.