“El trabajo te dignifica” me decía de niño mi padre, transmitiéndome el principio que había aprendido a su vez del suyo. Vivimos en la cultura del trabajo, del culto a la productividad, de la idea de que aquellos que puedan trabajar, están obligados a hacerlo.
Encontrar trabajo, el mejor posible, es el principal objetivo que esta sociedad enseña a sus niños y niñas. El desarrollo personal queda supeditado a tener una participación laboral en la cadena productiva. Y no únicamente por motivos económicos.
¿Pero es este pensamiento acertado? Creo que no.
De hecho, las nuevas corrientes económicas y sociales van en dirección opuesta. “Trabajar menos es la solución final al desempleo” decía Keynes en una carta dirigida al poeta TS Eliot. Trabajar menos mejorará la calidad de vida de una sociedad, no la empeorará.
David Spencer, profesor de economía en la Escuela de Negocios de la Universidad de Leeds, está de acuerdo con el planteamiento anterior.
Leeds señala que las ideologías que mitifican el trabajo, en realidad encubren un mercado laboral ineficiente y alejado de sus objetivos. Para muchos trabajadores su puesto laboral es aquel sitio “al que odian”. Leeds defiende la nueva idea económica de “trabajar menos”, que presenta múltiples ventajas. Una de ellas es la oportunidad de superar la anomalía del exceso de trabajo para algunos, y el desempleo para muchos otros. El reparto de trabajo de manera más uniforme permitiría a las personas que trabajen mucho trabajar menos, y aquellas que no tienen trabajo encontrar empleo.
Otra ventaja es la posibilidad de mejorar la calidad del trabajo mediante la reducción de la monotonía y la ampliación de oportunidades para la creación activa de trabajo. La reducción del tiempo del trabajo puede llevar consigo una realización de recompensas intrínsecas al trabajo.
Algunos economistas, añade Leeds, critican la idea de reducir el tiempo laboral, ya que según ellos incrementarían los costes de las empresas y daría lugar a pérdidas de empleo, pues se deberían contratar trabajadores para compensar la reducción de la jornada. Pero una réplica a esta afirmación es que en realidad, un menor horario laboral puede ser más productivo que una jornada completa si se aumenta la moral y la motivación de los trabajadores. Hay muchas horas en las largas jornadas que son totalmente improductivas. En la práctica, se podría conseguir el mismo nivel de producción y beneficio con un menor número de horas trabajadas.
Pero ¿y si no fuera así? ¿Y si las empresas tuvieran realmente mayores costes productivos, y por tanto menores beneficio?
Lo que habría que preguntarse en este caso es que tipo de sociedad queremos darnos. ¿Queremos una sociedad donde la distribución laboral sea tan desigual como la actual a costa de la búsqueda del incremento constante de los beneficios empresariales? O por el contrario, ¿queremos darnos la oportunidad de una sociedad más equitativa?
En los últimos años, y tras sufrir diversas crisis económicas y financieras, hemos comprobado que el actual sistema tiene muchas ineficiencias. Las desigualdades económicas se han incrementado como nunca antes en la historia. La mayor parte de la riqueza mundial es acaparada por el número de personas más pequeño. Los ingentes beneficios empresariales que se están obteniendo –el nivel de caja de las empresas está en máximos históricos-, no están siendo utilizados para crear más puestos de trabajo, ni para mejorar las condiciones de los ya existentes. Por tanto, una sociedad puede perfectamente convivir con unas empresas que ganan menos dinero, pero que fomentan un mercado laboral más igualitario y un incremento de la calidad de vida general.
¿Es esto utópico? En absoluto. Es más, como les decía anteriormente, cada vez son más los economistas de todo el mundo que defienden un cambio del sistema en este sentido. Me apunto a ese cambio.