Una confusión harto habitual en el discurso ideológico mundano es el de asociar a los partidarios del capitalismo de libre mercado —entre los que obviamente me encuentro— con la defensa de la energía nuclear y con la oposición a las centrales renovables. Esta misma semana, el Gobierno del Partido Popular (al que muchos, errónea e incomprensiblemente, siguen asociando con el liberalismo) tanteó la posibilidad de ampliar la vida de las nucleares desde los 40 años actuales hasta los 50 ó 60, de manera que los liberales deberíamos, presuntamente, estar dando palmas con las orejas. Pero no. O al menos no necesariamente.
El liberalismo se basa en minimizar la coacción en las relaciones humanas. Cada persona es libre de cooperar pacíficamente con el resto, pero no de extorsionarlas o parasitarlas. Lo anterior implica, por necesidad, que nadie debería poder violar los derechos de propiedad de terceros transfiriéndoles costes que ni desean ni tienen obligación de soportar. Los costes, evidentemente, no son sólo de naturaleza monetaria: la contaminación o el riesgo de experimentar un accidente nuclear también son costes que pueden padecer los individuos sobre su propiedad y que, por consiguiente, no deberían verse forzados a soportar.
En este sentido, parece claro que las nucleares en España (y en todo el mundo) disfrutan de privilegios otorgados por el Estado: el principal, la socialización de la responsabilidad en caso de accidente nuclear. El Estado ha limitado la responsabilidad máxima del propietario de la central nuclear a 1.200 millones de euros: cualquier indemnización superior sería denegada a las víctimas o, en todo caso, debería ser aportada por fondos públicos (es decir, por dinero extraído coactivamente de los contribuyentes).
Es dudoso, aunque no imposible, que los potenciales afectados por un accidente nuclear hubiesen aceptado someterse a semejante riesgo a cambio de una indemnización máxima tan exigua como la actual (es verdad que la probabilidad de un accidente es tremendamente baja, pero el posible daño es gigantesco). Lo único cierto a día de hoy es que los Estados no han permitido a los propietarios particulares expresar sus preferencias y negociar con los dueños de las nucleares para exigirles una garantía de indemnización suficiente como para compensarles por el daño que se les pudiera terminar causando. Gracias a ello, las nucleares se han ahorrado el muy sustancial coste de la póliza de ese seguro, incrementando artificialmente su margen de beneficios. Es verdad que en un mercado eléctrico libre a escala europea o mundial muy probablemente aparecerían seguros asequibles contra riesgos nucleares, pero ello no es excusa para que en la actualidad no se estén internalizando tales costes.
Acaso ocurriera que, con tan estrictos requisitos, nos terminaríamos quedando en España sin nucleares en funcionamiento y, como consecuencia de ello, el precio de la electricidad aumentara todavía más de lo que ya lo ha hecho. Pero si ello sucediera sería porque esos altos precios serían los únicos capaces de cubrir la totalidad de los costes reales (entre ellos, el de la contaminación o el de riesgo de accidente nuclear). En la actualidad, el Estado obliga a aquellas poblaciones afectadas por la contaminación o por el riesgo de accidente nuclear a subvencionar coactivamente el precio de la electricidad del conjunto de españoles, esto es, esas poblaciones están soportando unos costes por los que no reciben compensación alguna. No hay ningún motivo para que ello sea así.
En definitiva, el liberalismo no es antinuclear ni pro-nuclear per se, como tampoco es antirrenovable o prorrenovable per se (aunque, a igualdad de condiciones, diría que el pensamiento liberal se ve más naturalmente seducido por plantas de autogeneración que descentralizadamente ejerzan la competencia contra las grandes y centralizadas compañías eléctricas). Dentro de un marco de libertad de mercado, autonomía contractual, ausencia de privilegios estatales, supresión de absurdas trabas regulatorias y plena internacionalización de los costes, la competencia entre inversores y empresarios tendería a arrojar un mix eléctrico que minimizara aquel precio capaz de cubrir todos los costes reales del sistema. Ni primas a las renovables ni subvenciones encubiertas a las nucleares: libertad de mercado con una completa definición y respeto hacia los derechos de propiedad de las partes. Sólo dentro de ese marco tendría sentido alargar o acortar la vida de las nucleares: que el Estado sea el encargado de pilotar este proceso al tiempo que sigue manejando desde la sombra el resto de resortes del sistema eléctrico sólo demuestra que, en esta sede, el libre mercado ni esta ni se lo espera.