Corrían los bucólicos tiempos del siglo XVIII, cuando más del 80% de las familias vivían de la agricultura, de la ganadería y del autoconsumo, y el comercio era mínimo y en muchos casos se centraba en el trueque. No se había producido la Revolución Industrial, y la vida era sencilla, mucho más sencilla, aunque es cierto que las desigualdades sociales eran enormes y que las hambrunas se llevaban por delante a muchos miles de personas todos los años.
Pero la Humanidad estaba destinada a cambiar profundamente, y en el siglo XIX comenzó una diáspora hasta entonces desconocida, que llevó a las familias a buscar trabajo en las recientemente creadas empresas y a vivir en colmenas insalubres en los suburbios que rodeaban los altos hornos y las minas de carbón. Un nuevo concepto económico acababa de nacer: el producto. Los agricultores y ganaderos del siglo anterior comían lo que criaban, y no se preocupaban por tener que vender nada. La productividad de las plantas y de los animales era muy elevada y con unas pocas semillas y unas pocas reses podían multiplicar su producción y nivel de vida. Sin embargo, ahora el producto era industrial, y había que producirlo a un precio que permitiera generar valor añadido, y las personas habían pasado a ser un recurso productivo, susceptible de ser explotado, como ocurrió con el liberalismo económico en el siglo XIX.
Lo anterior se trasladó a la economía de servicios en el siglo XX, y en la actualidad todos somos conscientes de que para tener un beneficio hay que vender un producto, aunque ese producto sea nuestro trabajo, y el beneficio no es otra cosa que el salario que recibimos. Este planteamiento genuinamente capitalista choca con las pretensiones de los sindicatos tradicionales y con los denominados “derechos adquiridos” y la Economía del Bienestar. Pero el hecho, es que este concepto se abre paso cada día con una mayor virulencia, y nuestros jóvenes lo están aprendiendo de una manera cruel con los míseros salarios que los empresarios están dispuestos a pagarles, tengan la formación que tengan.
Al final de este proceso, llegaremos a una sociedad muy diferente de la que hemos conocido, y en la que un percibirá ingresos en la medida en que venda su “producto”, y su producto es precisamente él mismo, sus conocimientos, su dedicación, su formación, y en suma, el valor añadido que es capaz de generar para sí mismo y para los demás. Esto puede sonar a perogrullada, pero os aseguro que es mucho más importante de lo que parece. Nuestra generación y probablemente las dos anteriores, consideraba que el trabajo estaba ahí fuera para tomarlo, vamos que se tenía derecho a ello. Muchos, con hacer una oposición, entraban en el funcionariado y tenían un puesto para toda la vida y en el que además sólo iban por las mañanas, y vivían muy bien por siempre jamás. Otros, entraban en un banco o en una compañía de seguros, y en el fondo era un poco lo mismo, por no decir, lo que ocurría con las eléctricas o con Telefónica.
En suma, en España, se nos había educado para ir a trabajar porque teníamos derecho a ello, y lo que produjéramos daba un poco lo mismo. La rígida legislación franquista se encargaba de que nadie pudiera quitarnos nuestro puesto hiciéramos lo que hiciéramos. De hecho, hoy en día se sigue prejubilando a los empleados de banca en lugar de despedirlos, porque los sindicatos han mantenido contra viento y marea las viejas normas laborales de 1967. Y el efecto es claro, a la mayor parte de los trabajadores del país les importa muy poco si con su trabajo el empresario genera valor añadido, o lo que es lo mismo, el trabajador no considera que él está vendiéndole un producto al empresario, y ese producto se llama trabajo.
Y el empresario, que se ha dado cuenta de ello, ha aprovechado la crisis y la reforma laboral para reducir drásticamente sus costes, y prescindir de buena parte de la “grasa” que tenía en la empresa, es decir, de aquellos empleados que no le generaban valor añadido. Desgraciadamente, en algunos casos se están cometiendo atropellos a personas que sí eran útiles pero que tenían un salario más alto que la media, y algunos empresarios están sustituyendo a los padres por los hijos, disminuyendo a la mitad su coste laboral. Pero es que en un sistema capitalista, sólo se tienen en cuenta los márgenes y los beneficios, y seguro que hay muchos buenos trabajadores de las fábricas de Coca-Cola que con cincuenta años van a ser despedidos, porque la empresa puede coger chicos jóvenes que cobrarán mucho menos que ellos y que aceptarán la movilidad geográfica; o lo que es lo mismo, tienen un “producto” que ofrecer mejor que el viejo operario que lleva toda la vida en la empresa.
Lo anterior contrasta con que en el Sector Público, se siga sin tener que vender ningún producto, y que como se aprobó una oposición hace treinta años, de allí no se les quita ni con tanques. Son las asimetrías de una sociedad en transformación, de una sociedad que tendrá que cambiar para subsistir, porque si no nos mentalizamos todos de que tenemos que vender algo, ya sean servicios, trabajo o bienes tangibles que supongan valor añadido a quien nos lo compre, no podremos subsistir, y sólo nos quedará como opción el volver a la agricultura del siglo XVIII, porque las semillas todavía parece que siguen multiplicando gratis el producto (ya veremos qué pasa con los transgénicos), las gallina siguen poniendo huevos y los cerdos tienen muchas crías; y porque si se sigue pensando que la Economía del Bienestar nos va a seguir alimentando “gratis” estamos muy equivocados. Si no trabajas, no cotizas; si trabajas y ganas poco, cotizas poco; y no cotizando o cotizando poco apenas tendrás pensión. Y ese es el desgraciado futuro que les espera a las siguientes generaciones.
Tenemos que mentalizarnos de que cada uno de nosotros es una microempresa y que tenemos que acudir al mercado con un producto que vender, y ello a lo largo de toda nuestra vida. No hay ni habrá tiempo para relajarse y vivir de lo que hemos hecho antes, de lo “que hemos hecho por la empresa”. Cada día le vendemos nuestro producto a la empresa y ella nos lo retribuye; y mañana empezamos de nuevo. Los derechos adquiridos han pasado a mejor vida.