El pasado viernes el Consejo de Ministros desarrolló la normativa nacional que regula los requisitos de solvencia de las entidades financieras dentro del marco de Basilea III. Dicho de otro modo, el Gobierno perfiló cuáles deberán ser los fondos propios mínimos con los que habrán de contar los diferentes bancos españoles. Toda una intromisión estatal en la gestión básica de una empresa, mas no una intromisión inocente. Y es que, aun cuando la vulgata anticapitalista haya convertido a la industria bancaria en el paradigma de mercado desregulado y descontrolado, la realidad es más bien la inversa: la banca es un sector hiperregulado e hiperprivilegiado por los políticos. No, no son rasgos incompatibles: si el Estado llena de prebendas a un sector, lo lógico es que a la vez trate de monitorizar qué uso y abuso va a hacer ese sector de tales prebendas. Latrocinio con soporte legal, sí; control de daños, también.
A la postre, la banca es un negocio cuyos rendimientos a lo largo de las últimas décadas han procedido de una imprudente y desestabilizante estrategia financiera: captar capital a corto plazo y procedente de ahorradores con un perfil de riesgo bajo para reciclarlo en inversiones a largo plazo y con un perfil de riesgo alto. El incentivo para hacerlo es obvio: cuanto más cortos sean los vencimientos de sus pasivos y menos riesgos crean estar asumiendo sus acreedores, menores tipos de interés abonarán para financiarse; y al contrario, cuanto más prolongados sean los vencimientos de sus inversiones y más inciertos sus flujos de caja futuros, mayores tipos de interés serán capaces de exigir a sus prestatarios.
Invertir a altos tipos financiándose a bajos es la base del negocio bancario, pero una base que, por no tener adecuadamente casados los vencimientos de sus activos y de sus pasivos, resulta extremadamente frágil. Pocas empresas no financieras cometerían la muy rentable pero suicida osadía de apalancarse a corto plazo unas 15 veces sobre sus fondos propios para inmovilizar semejante capital ajeno en créditos a 30 años: cualquier director financiero mínimamente avezado sabe que semejante ruta conduce inexorablemente a la suspensión de pagos. Y, sin embargo, los bancos no sólo lo hacen sino que logran evitar suspender pagos: no merced a una excelente gestión de su muy deteriorada liquidez, sino a la telaraña de privilegios estatales que les cubre las espaldas.
El primero de esos privilegios, el monopolio estatal sobre la moneda, esto es, los bancos centrales. Su finalidad -aparte de abaratar artificialmente las colocaciones de bonos de nuestros pródigos gobernantes- no es otra que la de actuar como garantes últimos de la renovación de los vencimientos de deuda de la bancos privados, de modo que éstos puedan mantener sus muy desequilibradas pero lucrativas estructuras de financiación. El inflacionismo crediticio de la banca privada -ése que promueve el sobreendeudamiento burbujístico de familias y empresas que eventualmente estalla en forma de depresión- requiere del inflacionismo crediticio de la banca central.
La segunda regalía: los fondos de garantía de depósito y, en su versión más extrema, los plurirrescates de los acreedores de los bancos. Blindados contra el impago a costa de socializar los quebrantos entre los contribuyentes, cualquiera acreedor de un banco puede mantener aparcados sus ahorros en una entidad financiera sin otro riesgo que el imponderable de que el político de turno opte excepcionalmente por un sacrificio ejemplarizante (como terminaron descubriendo los depositantes chipriotas).
Con estos mimbres, la tentación de todo banquero es más que obvia: maximizar su apalancamiento a corto plazo para acometer cualesquiera inversiones de alto rendimiento con independencia de su riesgo asociado. Si no lo hace un banquero por exceso de estéril prudencia, lo hará otro por exceso de recompensada insensatez: ésos, y no otros, son los incentivos creados por los privilegios estatales. Y es ahí, justamente, donde encaja la regulación estatal de la actividad bancaria: armado el lío, se trata de fijar unos límites dizque prudenciales a la infinita gula de deuda que los privilegios estatales previamente le generaron a la banca. En lugar de suprimir de raíz esos privilegios, nuestros políticos han optado por intentar contingentarlos para que el sistema que ellos han creado no se desmadre hasta el punto de colapsar.
Pero fracasarán como siempre han fracaso. A nadie le sorprenderá descubrir que antes de Basilea III hubo un Basilea II y antes de Basilea II, un Basilea I: sendos fiascos regulatorios que se nos vendieron en su momento como bálsamo de Fierabrás frente a la recurrencia de unas burbujas crediticias que, en realidad, no han dejado de espolear. La solución a la devastadora gestión inflacionista del crédito bancario no pasa por hiperprivilegiar e hiperregular a las entidades financieras, sino por desprivilegiarlas y desregularlas, es decir, por que se sometan a la disciplina del mercado como todas las restantes empresas. Eso sí, no esperen que suceda: en esencia, porque no les interesa ni a la inmensa mayoría de banqueros ni a la inmensa mayoría de políticos.