Rusia acaba de prohibir Bitcoin, China lo hizo hace unos meses y los gobiernos occidentales se lo están planteando seriamente. Todos apelan a la necesidad de combatir el contrabando, pero ninguno dice la verdad. A la postre, extraña tanta unanimidad en este asunto cuando todos estos países ni siquiera se ponen de acuerdo a la hora de definir, y respetar, un mínimo de derechos humanos.
Sucede que no son los derechos de sus súbditos los que Bitcoin pone en jaque, sino su propia autoridad. No en vano, uno de los monopolios esenciales para todo gobierno con pretensiones absolutistas es el de la moneda: controlando la moneda pueden controlar el gasto agregado y controlando el gasto agregado pueden controlar la estructura de producción, a saber, qué bienes y servicios se producen o se dejan de producir.
Ha tenido que ser un ex empleado de la Reserva Federal, Mark Williams, quien haya tenido que reconocer finalmente la verdad (o parte de ella) en el Financial Times: “Los gobiernos deberían ser cautos a la hora de permitir la existencia de divisas virtuales mientras no sean capaces de garantizar que los bancos centrales serán capaces de conservar su poder”. El contrabando, acarreando ciertos riesgos, es un problema muy secundario para Williams. Por supuesto, el articulista tampoco se sincera hasta el extremo de ligar su apasionada defensa del monopolio de la banca central con la necesidad de que los Estados mantengan sus autocráticos poderes: la suya es una argumentación más pretendidamente tecnocrática; una donde la legitimidad de las relaciones de poder es irrelevante y donde solo entran en consideración cuestiones eminentemente técnicas.
Así, según este exempleado de la Fed, Bitcoin es peligrosa porque “demuestra que podemos organizarnos sin un dinero emitido por el Estado”, cuando semejante pretensión no pasa de ilusoria en la medida en que los gobiernos —y en concreto sus brazos armados, los bancos centrales– deben ocuparse de manejar la oferta monetaria y los tipos de interés para garantizar cierta calma macroeconómica en forma de estabilidad de precios, pleno empleo y crecimiento. En este sentido, la política monetaria óptima de una economía requiere de una amplia plantilla de trabajadores dentro de cada banco central que se dediquen específicamente a la complejísima labor de modelizar, comprender y responder al fluctuante comportamiento y las expectativas de los agentes económicos. En opinión de Williams, todo este proceso de análisis previo no es automatizable mediante el algoritmo contenido en ninguna divisa virtual existente o que pueda llegar a existir. Es verdad que, según él mismo reconoce, los bancos centrales fueron incapaces de prevenir la crisis que estalló en 2008, pero a su juicio ahora estaríamos sumergidos en una devastadora depresión de no ser por su decidida actuación desde entonces. En suma, que la adopción de Bitcoin nos llevaría al caos.
El análisis de Williams podrá parecer convincente a fuer de desideologizado, pero lo cierto es que incurre en una serie de errores básicos. El fundamental —del que emanan los demás— es el de confundir dinero y deuda: aunque a día de hoy se suele considerar que los euros o los dólares son el “dinero base” de una economía —y que ese dinero base es creado por el banco central en régimen de monopolio—, lo cierto es que los euros o los dólares son pasivos del banco central. Por dinero en sentido estricto sólo deberíamos entender aquel activo monetario que no es pasivo de nadie más: el oro en su momento y acaso Bitcoin en el futuro. En este sentido, pues, el banco central no ocupa el negocio de la producción y gestión del dinero, sino de la gestión de una parte de la deuda mediante la que coordina una sociedad.
El matiz es importante porque justamente ataca el núcleo de la crítica de Williams: que la estabilidad macroeconómica requiere de una “gestión científica” de la cantidad de dinero. No es así: mientras la cantidad de dinero no sufra de bruscas fluctuaciones, la estabilidad macroeconómica puede lograrse mediante una correcta administración cuantitativa y cualitativa de la oferta de crédito. De hecho, ni la mejor gestión posible de los bancos centrales hubiese podido batir los resultados que se obtuvieron con el patrón oro. Pero, y he ahí el principal error intelectual de los bancos centrales, esa administración del crédito ni puede ni debe ser una administración centralizada, ya que cualquier agente económico disfruta de la capacidad de otorgar crédito a sus pares (siempre que diferimos el momento del pago, estamos otorgando crédito). Al contrario, la administración por necesidad será descentralizada y, por tanto, lo que resulta necesario es que esa administración descentralizada esté sometida a sanos incentivos y contrapesos que eviten una gestión abusiva del crédito.
El principal de esos sanos incentivos y contrapesos es que los acreedores puedan controlar a los deudores: si se instituye un sistema monetario donde se anula la capacidad de fiscalización de los acreedores, por necesidad los deudores tenderán a multiplicarse hasta extremos marcadamente imprudentes e insostenibles. Y, justamente, el mayor mecanismo con el que cuentan los acreedores para controlar a los deudores es poderles denegar el crédito (ya sea exigiendo el pago de las deudas vencidas o no extendiendo nuevo crédito), para lo cual ha de existir alguna forma de “dinero base” que no esté basada en la deuda. Como decíamos, el oro o Bitcoin pueden aspirar a desempeñar ese papel, pues son activos que no son, simultáneamente, el pasivo de nadie más. Pero el euro o el dólar no, porque son deuda del banco central que éste puede crear sin otro límite que el repudio por parte de sus tenedores (tampoco serviría, por cierto, una moneda estatal que no fuera deuda, pero cuya cantidad la decidiera discrecionalmente el Estado en cualquier momento): si el banco central goza de la potestad de refinanciar ilimitadamente a los deudores, es obvio que el poder de los acreedores termina siendo aniquilado y que no hay ninguna manera, salvo la torpe regulación estatal, de restringir el crecimiento explosivo de la deuda.
Por eso las críticas de Williams son falaces: porque el problema no es que la Fed no fuera capaz de evitar la crisis de 2008, sino que fue su autora o, al menos, una de sus principales cooperadoras necesarias. Sin la Fed (y otros bancos centrales), la acumulación de deuda jamás habría alcanzado los niveles que alcanzó y, por tanto, el riesgo de colapso deflacionista —en cuya resolución Williams basa gran parte de su defensa del monopolio de la banca central— ni siquiera hubiera existido. Es verdad que incluso con libertad monetaria y bancaria puede haber pánicos bancarios —incluso pánicos bancarios importantes—, pero son pánicos perfectamente solventables por la propia industria bancaria.
En suma, un triunfo de Bitcoin (o un restablecimiento del patrón oro) no eliminaría la necesidad de una correcta gestión del crédito (que es, en el fondo, en lo que Williams está pensando): únicamente permitiría descentralizarla mucho más y, sobre todo, someterla a los contrapesos necesarios para que pueda tratarse de una gestión verdaderamente racional. Irónicamente, la defensa que hace el exempleado de la Fed de su empleador es el motivo principal por el que habría que cerrarlo: porque la Fed —en tanto deudora de primera instancia— no está sometida al control disperso de sus acreedores (en tanto no pueden forzar el pago de esos pasivos al no ser convertibles en dinero), de modo que no sólo tiene capacidad para seguir cebando extraordinariamente la oferta de crédito (a costa de sus acreedores), sino que incluso carece de bases contables para conocer cuándo está concediendo demasiado crédito y cuándo demasiado poco. Sin someter la deuda al dinero, la política del banco central no es ciencia, sino nigromancia: una nigromancia dirigida a apuntalar el poder del Estado.