Los hubo –y, aún peor, los sigue habiendo– que a la desesperada buscaron justificar el sesgo marcadamente antiliberal de este gobierno apelando a las urgencias de la crisis: sí, el PP nos machaca a impuestos mientras mantiene unos niveles hipertrofiados de gasto público, pero lo hace para estabilizar la economía al tiempo que restablece la credibilidad exterior de España. Desde luego, como nos recordara Esopo en su fábula del lobo y el cordero, quien busca hacer el mal siempre encuentra algún motivo: y el PP es experto en encontrarlos, por ridículos que puedan parecer.
El último ha venido de la mano de la nueva Ley de Propiedad Intelectual, la cual obligará a los agregadores de contenidos en internet a pasar por la infame caja de las entidades de gestión de derechos –tipo Cedro o Sgae– para repartir la mordida entre los generadores de contenidos. O por expresarlo de un modo más clarificador: el gobierno, valiéndose de un lobista grupo de publicanos privatizados, esquilmará a Google por tener éxito para así sanear a los deficitarios medios de comunicación tradicionales por no tenerlo.
De entrada, el mismo concepto de propiedad intelectual resulta harto discutible. La propiedad surge sobre aquellos recursos que son escasos y sobre los que, por tanto, no caben usos rivales; es decir, la propiedad privada es una norma dirigida a resolver los conflictos que naturalmente emergerían cuando dos o más individuos pretendieran emplear de maneras divergentes un mismo objeto (“el propietario del objeto lo puede usar y el resto de personas no, salvo que el propietario lo consienta”). Sobre las ideas caben multitud de usos simultáneos no excluyentes, de manera que emplear el sintagma propiedad intelectual no parece muy adecuado: más bien deberíamos respetar su naturaleza y sus orígenes históricos hablando de monopolio intelectual otorgado por el Estado (y cuya justificación pivota sobre el empíricamente inexistente incentivo que supone para la creación de nuevas ideas).
Mas no se trata de reflexionar aquí sobre la legitimidad y conveniencia de la mal llamada “propiedad intelectual”. Al contrario, se trata de poner de manifiesto que, aun aceptando la validez de este constructo, la nueva legislación gubernamental supone todo unataque contra las libertades individuales. A la postre, si uno fuera verdaderamente propietario de los contenidos que genera, lo único que tendría que hacer cuando aprecia una ilícita reproducción de los mismos por parte de Google News es negociar con Google (con o sin tribunales de por medio): si uno deseara que este muy visitado agregador de contenidos no multiplicara el tráfico de visitas de su información, tan sólo necesitaría solicitar a la compañía estadounidense que dejara de enlazarle.
Pero hete aquí que los medios de comunicación tradicionales no pretenden bajo ningún concepto que Google News deje de enlazarlos (al contrario, cuanto más destacados aparezcan sus enlaces, mejor): quieren que Google los enlace y que además les pague un canon por hacerlo. Es decir, no sólo desean parasitar a Google News aprovechándose del tráfico que éste les proporciona, sino que además desean cobrarle por ese valiosísimo servicio que gratuitamente les presta. ¿Se imaginan a un escritor exigiéndole una regalía al New York Times después de que su obra apareciera en la lista de libros más vendidos? Ridículo. Pues esto, justamente, es lo que venían reclamando desde hace tiempo los generadores de contenidos en España.
Y finalmente lo han conseguido de las manos de este liberticida gobierno: la nueva Ley de Propiedad Intelectual, lejos de permitir que Google News simplemente deje de enlazar aquellos contenidos que se sientan injustamente explotados por la multinacional americana, obliga a Google a pagar por ellos a las entidades de gestión. Aun cuando el propietario intelectual de alguno de esos contenidos deseara regalárselo a Google, no podría hacerlo. Maravillosa propiedad ésa sobre la que no puedo disponer.
Sucede que disponer de la propiedad intelectual no es el auténtico objetivo de la ley, sino asegurar el sangrado de Google en privativo beneficio de aquellos medios que no han sido capaces de adaptarse a los nuevos tiempos. Los medios de comunicación tradicionales provienen de una época donde la generación de información era una actividad de enorme valor añadido: había pocos productores y, por tanto, esos pocos se repartían cómodamente la tarta de los consumidores de información; tiempos felices donde las estructuras de costes disparatadas (por ejemplo, altas remuneraciones a ciertos periodistas y cuadros intermedios) eran respaldadas por los grandes beneficios que eran capaces de generar.
Pero internet ha comoditizado la información: los generadores de la misma han dejado de ser un restringido sanedrín alfabetizado para abarcar a casi toda la sociedad, de modo que los servicios que se han revalorizado en los últimos años son aquellos que se encargan de clasificar las variadísimas fuentes de información, esto es, los agregadores como Google News. Los agregadores ponen orden a la marabunta informativa de internet y permiten centralizar con flexibilidad –esto es, sin costosas estructuras contractuales y jerárquicas– todo el conocimiento que se produce dispersamente en la red. Gracias a ello, el periodista independiente no se halla en desventaja frente al periodista inserto en una redacción, pues de facto los agregadores permiten que el lector se componga dinámicamente sus propias redacciones de generadores de información (para el periodismo, Twitter es justamente eso).
En ese nuevo contexto, son obvias las dos cuestiones que deberían haberse planteado los medios de comunicación tradicionales: primera, ¿cuál es mi valor diferencial –mi ventaja competitiva– frente al resto de generadores de información?; segunda, ese valor diferencial, ¿es lo suficientemente grande como para compensar mi gigantesco diferencial en la estructura de costes? Y la respuesta en el caso de los medios españoles tradicionales siempre fue un gigantesco no. Reacios a readaptarse como sí han sabido hacer muchos digitales –ajustando costes y mejorando su calidad diferencial–, han preferido parasitar a la innovación disruptiva que supuso su puntilla: el agregador de Google News.
Los grupos organizados –los lobbies– vuelven a derrotar a los grupos desorganizados: los que han dejado de generar valor para el consumidor se apropiarán de parte de las rentas de aquellos que sí han sabido seguir generándolo. Una victoria de la coacción sobre la libertad, de la mediocridad sobre la excelencia, que habría resultado imposible sin el respaldo de un gobierno que jamás ha creído en el libre mercado y que siempre ha preferido chapotear en las corruptibles aguas del corporativismo pleistocénico. Google no será perseguido porque viole derecho de propiedad alguno de los generadores de información, sino simplemente porque, resumiendo la filosofía de todo atracador a lo Willie Sutton, “ahí es donde está el dinero”; el dinero que los inadaptados medios tradicionales necesitan para mantenerse en pie a costa del resto de la sociedad.