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La Gran Disonancia

por The Oil Crash Hace 10 años
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- ¿Qué tal? ¿A casa con los niños, no? Siempre te veo con tus hijos por ahí, muy bien, tú...

Nos habíamos encontrado saliendo de la estación de trenes y ambos andábamos rápido, pensando en llegar a casa y hacer las tareas del final de la tarde, probablemente.

- Siempre que no estoy trabajando estoy con mis hijos - le dije yo.

- Eso está muy bien - me contestó él - Son aún muy pequeños, ¿no? Pero en seguida crecen y antes de lo que te das cuenta ya están en la Universidad...

Yo esbocé una sonrisa entre triste y cansada y le dije:

- No sé si mis hijos irán a la Universidad.

Él debió pensar que bromeaba e insistió un poco, delante de lo cual yo le dije, un poco más firme:

- No creo que mis hijos vayan a la Universidad.

Tal actitud por mi parte es, obviamente, discrepante; disonante con el sentir social, se podría decir. Que yo, que tengo formación universitaria superior, no dé por hecho que mis hijos también tendrán formación universitaria, no deja de ser algo peor que una excentricidad: es una subversión del orden natural de las cosas y una barbaridad. Y sin embargo, mi manera de ver las cosas es perfectamente coherente con lo que veo en mi entorno: elevadas tasas de paro (26%) que se disparan cuando hablamos del paro entre los más jóvenes (más del 50% de los menores de 25 años que quieren trabajar no lo consiguen), una situación económica embarrada, un alto endeudamiento público y privado que hacen presagiar una lenta recuperación económica, una progresiva disminución de los salarios públicos y privados... y todo ello antes de tener en cuenta que la falta de recursos naturales garantiza que esta crisis no acabará nunca. No malinterpreten mis palabras: no es que yo desee que mis hijos no vayan a la Universidad; es que no sé si para cuando ellos tengan que tomar esa decisión lo considerarán conveniente, amén de que no sé si para entonces mi poder adquisitivo me permitirá costeárselo. Más aún: es que creo que será difícil que pase tal cosa. Por supuesto que si ellos quieren y yo puedo lo intentaremos, pero albergo muchas dudas sobre ese posible futuro. Dudas fundadas en los más de seis años de crisis que llevamos a las espaldas y en mi conocimiento sobre nuestro inexorable declive energético; declive que no implica necesariamente la destrucción de la clase media, pero sí que la implica nuestra falta de reacción ante el mismo.

Así pues, mi falta de fe en un futuro brillante (falta de fe en realidad que motiva la escritura de este blog, en la esperanza de que al final me equivoque sobre mis pobres perspectivas respecto a la raza humana y podamos revertir la situación) es una postura perfectamente lógica y racional. Peor aún: es la postura más lógica y racional que se puede tomar, a la vista de los datos y la pobre ejecución de políticas para combatir la crisis que hemos visto hasta ahora. Por tanto, ese optimismo implícito que la mayoría proyecta sobre el futuro (aceptando que hay una crisis, pero a pesar de ello haciendo planes de futuro continuistas, con hijos yendo a la Universidad o comprándose un pisito) es en realidad disonancia cognitiva social, colectiva, aunque tal disonancia es curiosamente el comportamiento socialmente aceptable, y el mío el inadaptado.

Esta Disonancia Cognitiva Colectiva no es, por supuesto, algo nuevo, sino que está en el fundamento mismo de nuestro sistema económico, comenzando por la intrínseca psicopatía de la teoría económica convencional en sus diversas variedades. Que nuestro sistema necesite de un crecimiento indefinido de su consumo de recursos que no sólo son escasos sino además agotables, llegando al despilfarro de los mismo como verdadera esencia del valor económico en nuestros días, y que la destrucción del ecosistema, de nuestro hábitat y la degradación del medio ambiente en general sea lo socialmente respetable, muestra no sólo su carácter lunático y suicida, sino lo profundamente desequilibrado e injusto que es (pues muchas veces se externalizaban a otros países los desequilibrios de esta mala praxis, hasta que se ha llegado a la época en la que no queda más remedio que internalizarlos aquí). Y a pesar de la evidencia contundente de los hechos, denunciar las barbaridades que se cometen en nombre de nuestro sistema económico es considerado socialmente como infantil o incluso inadaptado.

Es tan profunda la psicopatía que nos inculca nuestro sistema que la gente ya ha llegado a aceptar sin pestañear la mayor de las aberraciones posibles, que es la de arrebatarle el futuro a los hijos. La prédica general es que tenemos que preocuparnos sólo por el presente, aún cuando eso implique competir con los hijos o incluso destruir su futuro. En algunos ocasiones me encuentro que, cuando uno habla de la gravedad del Cambio Climático o de la crisis de los recursos (y particularmente del peak oil) a veces alguien dice, para tranquilizarse delante de noticias tan inquietantes: "Afortunadamente de eso tendrán que preocuparse nuestros hijos o nuestros nietos"; a mi siempre me recorre un escalofrío la espalda al oír tales cosas, pues para mi mi vida son mis hijos (a veces cuando alguien me pregunta por qué me complico la vida haciendo esto digo que tengo dos buenos motivos para ello). Es, de nuevo, otro aspecto de la Gran Disonancia en la que vive abotargada nuestra sociedad, y quizá el peor: la despreocupación por la descendencia. En la cultura que precedió a este erial moral, limitada e ignorante como era, y en la mayoría de las ocasiones atávicamente injusta, se tenía como valor social la preservación de al menos una parte de la descendencia (aunque no más fuera por el propio interés). Con el progreso material y social los hijos pasaron a ser de una inversión de futuro a una verdadera causa de alegría y de continuidad de la propia existencia más allá de la inexorable muerte de cada uno. Pero algo se torció en ese camino de progreso y ahora hemos llegado a la demencia actual, en la que por no privarnos de un pequeño placer adicional somos capaces de inmolar a nuestros propios hijos. Antes los padres daban un empujoncito a los hijos; se ve que ahora también, pero hacia atrás.

El grado de conformismo con las múltiples contradicciones de nuestro sistema económico es tan elevado que, a pesar de lo infructuoso de intentar mantener un sistema exponencialmente creciente en su consumo material y de energía en particular, se pone el énfasis en encontrar más materia y más energía para alimentar a la bestia, siendo el crecimiento por el crecimiento el fin último, en vez de darnos cuenta de que lo que hace falta es replantear el problema.

Y así cuando hablamos de crisis energética lo habitual es que los interlocutores informados se centren meramente en la búsqueda de nuevas fuentes de energía, lo cual no es más que otra forma de la Gran Disonancia: incluso si consiguiéramos duplicar nuestra disponibilidad de energía, si mantuviéramos un ritmo de crecimiento del consumo energético adecuado (como la media histórica, el 2,9% anual) nos encontraríamos que tras meramente un par de décadas volvería a faltarnos energía: prácticamente un suspiro en términos históricos a pesar de la hazaña que supondría duplicar la energía consumida respecto a los niveles actuales. Y como explicaba Tom Murphy, para poder seguir creciendo a ese ritmo adecuado en menos de 400 años tendríamos que absorber toda la radiación del Sol que llega a la Tierra, en 1.300 años tendríamos que absorber toda la energía emitida por el Sol y en 2.500 años (algo menos del tiempo que ha pasado desde la fundación de Roma) tendríamos que absorber toda la radiación de todas las estrellas de toda nuestra galaxia. En realidad hay límites infranqueables anteriores: en "sólo" 450 años el calor disipado por nuestras máquinas haría hervir los océanos. Está claro por tanto que nuestra loca carrera en pos de la energía ilimitada está condenada a acabar en unas pocas generaciones, fajada por límites que ni el más iluso puede pensar que son franqueables, y sin embargo incluso personas muy inteligentes se dejan llevar por la Gran Disonancia Colectiva y son fácil presa de la nouvelle du jour, de una nueva promesa de energía ilimitada bien publicitada por los medios de comunicación, exageraciones que nunca se acaban de materializar en la práctica (la última de las cuales podría ser la noticia de un gran logro en la National Ignition Facility, según la cual se habría conseguido por primera vez que una reacción de fusión nuclear por confinamiento inercial produjese más energía que la consumida - nada más lejos de la realidad, como ya se explicó cuando el experimento salió a la luz el pasado Octubre: en realidad la energía producida es un 1% de la energía consumida por los láseres, cosa que pocos medios han reportado correctamente).

La Astucia de la Idea de Hegel se ha convertido para nuestra desgracia en la Necedad de la Idea; el inconsciente colectivo es más inconsciente que nunca. La Gran Disonancia lleva a cerrar los ojos, a veces apretándolos como hacen los niños, delante de realidades incómodas y de decisiones inaplazables. Es muy difícil combatir esta Gran Disonancia, que lo impregna todo, que nos impregna a todos, en la que se nos ha adoctrinado a todos. Estos días me he sorprendido viendo como un par de autores de la blogsfera, cuyo trabajo y esfuerzo divulgativo en los ámbitos de la Ciencia y de la Economía, respectivamente, aprecio y admiro, me critican a mi personalmente por la divulgación que hago, en ocasiones con descalificaciones un tanto gruesas pero no por ello menos genéricas. No hay tal cosa como la crisis energética, vienen a decir; exagero, me dejo llevar por teorías de la conspiración, no tengo ni idea de Física o de Geología; mis datos son de fuentes dudosas (pero yo no sé qué fuentes mejores que las mías pueden manejar ellos); que en realidad el fracking está cambiando el mundo, que EE.UU. produce más petróleo que nunca (depende de a qué llames petróleo, claro está) o bien que los reactores reproductores van a proporcionarnos energía nuclear infinita (qué más da que en 60 años de experimentación sólo se hayan construido una decena de prototipos con infinidad de problemas; esta tecnología la tenemos a la vuelta de la esquina, como la de la fusión, como el coche eléctrico...). Una y otra vez la misma ceguera, la misma falta de perspectiva, el conocimiento somero de lo que pasa que no resiste el más mínimo análisis crítico que sé de sobras que estas personas podrían hacer si le dedicaran tan sólo una tarde. Pero no sólo no se ve: hay un deseo inconsciente de no ver, un terror implícito a lo que se podría ver, a que se tambalearan los cimientos de nuestras cómodas convicciones. Es mejor pensar que la escasez de energía no tiene nada que ver con la presente crisis económica, a pesar de que según EuroStat en la Europa de los 28 el consumo de energía primaria haya caído más de un 8% entre 2006 y 2012:

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Es mejor no mirar demasiado dentro de los detalles y confiar en que todo se va a solucionar. Del mismo modo, es mejor pensar que con el tema del Cambio Climático se está exagerando su importancia, y creer que las graves alteraciones climáticas que estamos viviendo este invierno (sobre todo en el Atlántico Norte, en los EE.UU. y en Japón) no tienen nada que ver con la inestabilización de la Corriente de Chorro Polar fruto del debilitamiento de la misma a consecuencia del calentamiento del Ártico (cuestión que por cierto expliqué en el post Un año sin verano y que me granjeó no pocas críticas de quienes me acusaron de decir que en 2013 no habría verano - y que obviamente sólo leyeron el título).

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Viñera de Ramón en elpais.com. 17 de Febrero de 2014

Volviendo a la conversación con la que abría el post, hace tiempo que he encontrado una manera adecuada de compensar lo abrupto y socialmente inaceptable de mis respuestas.

- Lo único que me importa es que mis hijos sean felices.

- Sí - me dijo tras unos segundos - para ser felices no hace falta que vayan a la Universidad - y tras una breve pausa - y en realidad eso es lo que importa.

Y es que en este momento de crisis e incertidumbre como el actual, en el que en el fondo más de uno percibe en su fuero interno que la melodía social es quizá una horrible cacofonía, una posición tan disonante como la mía puede hacerse aceptar simplemente apelando a los valores sencillos, primarios, básicos. La felicidad, el bienestar no material. Una melodía sencilla para escapar de tanto ruido.

Quizá lo que necesitamos no es complicar los discursos, sino simplificarlos.

Antonio Turiel,

Febrero de 2014.


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