Andan los presidentes autonómicos a la gresca a propósito de las balanzas fiscales que está cocinando el Ministerio de Hacienda de cara a la revisión del modelo de financiación de estas administraciones territoriales. No es de extrañar: lo que se juegan es el reparto del botín, a saber, con qué porcentaje del dinero de los españoles se queda cada cual. Todos ellos juran que sus regiones padecen un agraviante déficit de financiación por el cual aportan más el resto de España de lo que el resto de España les aporta a ellas.
Pero el verdadero agravio no es a las regiones, sino a los ciudadanos que en ellas moran: es verdad que los territorios no pagan impuestos, pero los ciudadanos que en ellos habitan sí lo hacen y no en pequeñas proporciones. Ése, la certeza de estar soportando coercitivamente una losa fiscal mucho más onerosa que los servicios que a cambio promete, es el auténtico agravio al que ninguno de nuestros políticos se digna a ponerle fin, en tanto en cuanto todos ellos son cooperadores necesarios del mismo.
Las balanzas fiscales, siendo un instrumento muy imperfecto y manoseable, sirven justamente para poner de relieve que la redistribución estatal de la renta es un juego de suma cero: lo que ganan unos lo pierden otros. Y es normal que aquel que pierda por la fuerza proteste y quiera retener su propiedad. Eso es lo que razonablemente están reclamando un mayoría de ciudadanos catalanes —que haya una mayor correspondencia entre los impuestos que pagan y el gasto público que redunda en ellos— y lo que igualmente deberían reclamar madrileños, baleares o valencianos: descentralización fiscal, a saber, que su dinero no salga indiscriminadamente de su bolsillo para ir a parar a las arcas de burócratas de cuya actividad ni siquiera muy indirectamente se benefician.
Pero siendo loable la exigencia de descentralización a escala autonómica (que mis impuestos sirvan al menos para financiar los servicios de los que en cierta medida me beneficio), también es, como decimos, insuficiente. El agraviado por los impuestos no es cada territorio, sino cada uno de los individuos que se ve acechado por la mordida fiscal. El siguiente y muy sensato paso tras la descentralización autonómica de ingresos y gastos debería ser su ulterior descentralización al municipio; el siguiente, su descentralización al distrito o a la junta vecinal; y, por último, la verdadera y definitiva descentralización: hasta el individuo, esto es, justo como sucede en una sociedad y en un mercado libre.
Si la exigencia de un modelo de financiación autonómico muchísimo más descentralizado que el actual tiene sentido no es por esencialismos nacionales, sino porque representa una distribución de los recursos más parecida a la que prevalecería en un mercado libre. A la postre, en un mercado libre los flujos de gasto de los distintos individuos no se quedarían probablemente dentro del entorno local: mas cuando salieran de él sería por conveniencia y no por coerción. Al final, el objetivo no debería ser que quienes nos arrebaten nuestra propiedad sean políticos regionales o locales, sino que no nos lo arrebate nadie. Es decir, el objetivo debería ser reducir los impuestos a su mínima expresión para que cada ciudadano pueda gestionar su propiedad sin coacciones de por medio. Esa es la verdadera descentralización que cuenta y la que, por desgracia, nadie ha colocado encima de la mesa. Ahora, si en el camino de reclamarla conseguimos una mayor descentralización fiscal intermedia, bienvenida sea.