Pese a su reciente canonización por el consenso económico internacional, Ben Bernake sigue sin gozar de buena prensa entre los economistas austriacos. No es de extrañar: ha sido el autor intelectual y el ejecutor de la mayor ingeniería financiera que han acometido hasta la fecha los bancos centrales, con lo que hipotecado el margen de maniobra de la Reserva Federal (y de los tenedores de dólares) durante décadas. Pero, pese a todo, en alguna ocasión el expresidente de la Fed utilizó las anteojeras austriacas para analizar (acertadamente) la realidad económica que le rodeaba.
Nos lo contaba Hugo Ferrer la semana pasada: en las actas de la reunión del Comité de Mercado Abierto de la Fed del 9 de enero de 2008, Bernanke alertó del riesgo de recesión al que se enfrentaba la economía estadounidense echando mano de un indicador típicamente austriaco, a saber, la inversión de la curva de rendimientos.
La curva de rendimientos es una representación gráfica que recoge las relaciones entre los tipos de interés de los distintos activos y su plazo de vencimiento. La forma habitual de esta curva es ascendente y cóncava. La intuición es sencilla: cuanto mayor sea el plazo del activo en el que estamos invirtiendo, mayor interés exigiremos. ¿Motivo de fondo? Los tres elementos que determinan los tipos de interés de los activos (tiempo, riesgo y liquidez) se deterioran conforme diferimos el plazo de vencimiento, de manera que el tipo de interés aumenta. En circunstancias normales, por consiguiente, a mayor plazo, mayor interés.
La Teoría Austriaca del Ciclo Económico, sin embargo, explica cómo las entidades financieras –especialmente cuando cuentan con el auxilio de última instancia de los bancos centrales– tienen fuertes incentivos para arbitrar la curva de rendimientos, esto es, para pedir prestados capitales a corto plazo (abonando bajos tipos de interés) y reciclarlos en forma de inversiones a largo plazo (cobrando altos tipos de interés); ejemplos típicos de esta operativa bancaria pueden ser la captación de depósitos a la vista (deuda a ultracorto plazo del banco) para conceder hipotecas o préstamos empresariales. El resultado de esta intermediación financiera es que los tipos de interés a largo plazo se reducen hasta equipararse con los tipos de interés a corto (la curva de rendimientos se aplana), cebando el hiperendeudamiento a largo de familias y empresas, que utilizan para sufragar inversiones burbujísticas y no sostenibles.
Evidentemente, este proceso de auge disparatado termina eventualmente colapsando: los planes de los inversores no coinciden con las necesidades de los ahorradores, de modo que el castillo de naipes del hiperendeudamiento artificialmente abaratado se desmorona y la expansión crediticia degenera en parálisis crediticia. Es ahí donde entra el análisis de Bernanke: conforme los agentes más hiperendeudados van viendo que el crédito escasea y que no serán capaces de completar sus inversiones a largo plazo, su demanda de refinanciación a corto se dispara, aun cuando tengan que abonar tipos de interés altísimos. El objetivo de los agentes más endeudados es sobrevivir durante el período de sequedad crediticia… cueste lo que cueste. Por eso la curva de rendimientos se invierte (esto es, por eso los tipos de interés a corto se disparan con respecto a los tipos de interés a largo): porque tras la exuberancia irracional de los años del boom se regresa por fuerza a una cierta racionalidad crediticia que deja tiritando a los deudores.
La inversión de la curva de rendimientos suele marcar, pues, la conclusión de la etapa del auge insostenible financiado con deuda artificialmente barata para iniciar la etapa de saneamiento financiero y productivo (lo que inexorablemente implica reestructuraciones de deuda y liquidaciones de empresas burbujísticas). Después de haber negado durante años la burbuja inmobiliaria, al menos parece que Bernanke sí supo darse cuenta de cuándo cambiaron las tornas en la economía estadounidense, y lo hizo empleando indicadores netamente austriacos: históricamente, todas las grandes crisis han venido precedidas, primero, de un aplanamiento de la curva de rendimientos y, segundo, de una inversión de la curva; tal y como describe la teoría austriaca. El problema es que el expresidente de la Fed no siguió a los austriacos en nada más: su receta era evitar el saneamiento financiero incentivando una nueva ronda de hiperendeudamiento a tipos de interés todavía más abaratados. No sólo no lo consiguió –porque la demanda de crédito no respondió a sus tipos de interés bajos: la famosa trampa de la liquidez–, sino que entorpeció el necesario desapalancamiento de la economía estadounidense hipotecando a la sazón el futuro de la Fed.