Aunque sus promotores probablemente no sean conscientes de ello, el manifiesto de la “marcha de la dignidad” constituye una enmienda a la totalidad contra el Estado de Bienestar; ese mismo Estado de Bienestar que, paradójicamente, este mismo sábado han salido a jalear por las calles de Madrid.
A la postre, todos coincidimos en la gravedad de los males que se denuncian en ese manifiesto: millones de trabajadores con estudios en el paro, salarios menguantes, desahucios de miles de familias, deterioro del poder adquisitivo de las pensiones, connivencia de ciertas élites empresariales con el poder político, bancos quebrados y rescatados a costa del contribuyente o sobreendeudamiento generalizado. Pero el salto lógico hacia el vacío de los manifestantes se produce cuando pasan de la descripción de las dolencias al diagnóstico de sus causas y a la prescripción de paliativos.
Así, a su juicio, la Caja de Pandora se ha abierto cuando el Estado ha comenzado a achicarse… a pesar de que jamás en la historia los Estados occidentales han sido tan grandes como en la actualidad. No en vano, el Estado moderno juega un papel central y cuasi monopolístico en áreas tan capitales para nuestras vidas como son la educación, la sanidad, las pensiones, la asistencia social, las infraestructuras, las relaciones laborales o la moneda, apropiándose para ello de la mitad de toda nuestra renta. Y ahí una estrecha vinculación entre el desbordamiento del Estado y los anteriores dramas sociales: han sido los bancos centrales y sus privilegios otorgados a la banca privada los que cebaron el sobreendeudamiento privado y la burbuja inmobiliaria de cuyo colapso ha brotado el desempleo en masa; ha sido la planificación estatal de la educación la que ha impedido que los planes de estudio de los estudiantes se adaptaran dinámicamente a sus necesidades laborales, condenándoles al desempleo o subempleo pese a acumular más de dos décadas de formación costeada por el sufrido contribuyente; y ha sido el fraudulento sistema Ponzi de la Seguridad Social el que ha condenado a varias generaciones de esforzados trabajadores a percibir pensiones raquíticas y en continuada erosión.
Pero, pese a ello, los manifestantes nos reaseguran que este fracaso colectivo no se debe a haber erigido un mastodonte burocrático disfuncional que anula la capacidad de elección del ciudadano y le sirve en bandeja nuestras libertades a políticos, lobbies y transitorias coaliciones electorales; no, el fracaso colectivo se debe a que las clases medias todavía disponen de una pizquita de renta disponible después de impuestos y a que el Estado no saquea suficientemente a las empresas dentro de las cuales se producen todos los bienes que sustentan nuestros actuales estándares de vida. No: más bien, todo lo contrario.
Uno podría comprender, y de hecho comprende, perfectamente que la gente salga a la calle a protestar tras sentirse estafada por el Estado: éste ha depauperado fiscalmente a millones de personas a cambio de prometerles unos servicios y prestaciones en una cantidad y calidad fantasiosas. Por desgracia, la gigantesca carga fiscal que estoicamente han soportado los españoles —el trabajador medio soporta una tributación superior a los 15.000 euros anuales— ha impedido que una gran porción de la clase media haya acumulado un suficiente patrimonio que le confiriera la autonomía financiera necesaria para poder escoger en el mercado a los mejores proveedores de servicios sociales. En consecuencia, las clases medias se han vuelto ultradependientes de las dádivas de unos políticos que ahora reconocen la estafa que en su momento perpetraron al prometer populistamente bienestar a raudales cuando, en realidad, sólo estaban multiplicando el bienestar del Estado. Y, claro, ahora la gente protesta y patalea.
Pero su error, su inmenso error, es postular que el remedio a esta estafa pasa por profundizar todavía más en la estafa. No es de recibo confundir dignidad con Estado y, por tanto, dignidad con coacción. La prosperidad colectiva no proviene del sometimiento colectivo, sino de la libertad individual y social. No necesitamos más Estado, sino más sociedad; no más ordeno y mando, más intervenciones coactivas, más exacciones tributarias, más burócratas oligarquizados sino más acuerdos voluntarios, más cooperación pacífica, más intercambios y altruismo social, y más empresarios y ahorradores. Y ninguna de estas sanas reivindicaciones puede hallarse entre las marchas de la dignidad. Dejemos de huir hacia adelante. No necesitamos una involución estatista sino una revolución liberal: el Estado paternalista e intervencionista es el problema, no la solución.