En Una revolución liberal para España ofrezco una deprimente estimación de la carga fiscal que soporta el español típico: el trabajador mileurista que percibe un salario de 15.500 euros anuales (el salario modal de España) está padeciendo unos impuestos aproximados de más de 9.000 euros: es decir, de una renta real de 20.000, el trabajador retiene y maneja menos de 11.000.
Cuando el lector se topa de bruces con semejante expolio, las actitudes que tiende a exhibir suelen ser dos: o indignación o negación. La primera resulta absolutamente lógica por cuanto el trabajador contempla ante sí la magnitud del robo que lo mantiene proletarizado y sin posibilidad de amasar un mínimo patrimonio que lo convierta en propietario; la segunda, empero, también resulta absolutamente lógica, no sólo porque la negación de un acontecimiento traumático constituya una poderosa herramienta psicológica de protección, sino porque además nuestro sistema tributario está construido de tal modo que reduce al máximo la visibilidad de la mordida fiscal que padece el contribuyente.
En concreto, el cuadro anterior contiene tres rejonazos tributarios que muchísima gente desconoce o no considera tales, por cuanto el Fisco los ha camuflado maquiavélicamente para poder hervir a la rana sin que ésta salte alarmada: las cotización empresarial a la Seguridad Social, las retenciones sobre la renta y los impuestos indirectos sobre el consumo.
Cotización empresarial a la Seguridad Social
La primera treta tributaria con la que se saquea al trabajador son las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social. Muchas personas no las consideran parte de su remuneración laboral por cuanto “las paga el empresario”. Sin embargo, el salario también lo paga el empresario y no por ello deja de considerarse parte de esa remuneración laboral. Lo mismo sucede, en efecto, con la cotización empresarial a la Seguridad Social: que el Estado obliga a destinar una parte de esa remuneración del trabajador a financiar el (fraudulento) sistema público de Seguridad Social no suprime su naturaleza de remuneración del trabajador.
Así, por ejemplo, si el empresario constituyera un plan de pensiones privado en favor de uno de sus trabajadores, ninguno de nosotros dudaríamos en calificarlo de “retribución en especie” del trabajador. ¿Por qué, en cambio, cuando esa retribución se dirige coactivamente a financiar un “plan de pensiones estatal” en favor del trabajador no lo consideramos parte de la remuneración (indisponible) de ese trabajador? En coherencia deberíamos hacerlo y, por tanto, deberíamos considerar que la capacidad estatal para imponer coactivamente esas cotizaciones sociales integra su (ilegítima) autoridad tributaria: es decir, deberíamos considerar las cotizaciones sociales a cargo del empresario como una parte de la remuneración del trabajador de la que el Estado le impide disponer libremente (verbigracia, para ahorrar fuera del fraudulento esquema Ponzi de las pensiones estatales).
Las retenciones del impuesto sobre la renta
Las retenciones del impuesto sobre la renta son una forma de administrarnos camufladamente el robo fiscal en bocaditos con el propósito de redistribuir el dolor a lo largo del año y así poder incrementar la magnitud total del expolio. El Estado se cobra mes a mes por adelantado parte del IRPF que los trabajadores deberían abonar en junio en función de la renta que han percibido a lo largo del ejercicio anterior. Gracias a ello, el asalariado no sólo proporciona financiación gratuita al Estado durante doce meses (adelanta una porción tentativa de su deuda tributaria futura), sino que se muestra más complaciente con soportar una onerosa losa impositiva al no ser consciente de los tributos que realmente está padeciendo.
No son pocos, de hecho, quienes creen que no pagan impuesto sobre la renta alguno por cuanto no están obligados a presentar la declaración (por ejemplo, los asalariados con un único pagador y rentas inferiores a 22.000 euros anuales) o porque, al presentarla, les “sale a devolver”. Evidentemente, en ambos casos sí se paga IRPF (y no en cuantías menores: alrededor de 1.500 euros anuales en rentas de 15.500 euros); tan sólo sucede que la modalidad de abonarlo es a través de las retenciones mensuales practicadas sobre la nómina y no del resultado de la declaración.
Los impuestos indirectos
Aunque es generalizadamente sabido es que la práctica totalidad de los bienes de consumo que adquirimos llevan aparejados impuestos indirectos —ya sea el IVA o los Especiales (alcohol, tabaco, hidrocarburos, electricidad…)—, los precios de venta al público incluyen esos impuestos indirectos, lo que tiende a dificultar el cálculo siquiera aproximado de la fiscalidad sobre el consumo realmente soportada.
En la práctica, por ejemplo, no es inhabitual escuchar quejas contra la avaricia empresarial que fija elevadísimos precios sobre determinados bienes básicos (como la gasolina o la electricidad) cuando una parte muy sustancial de esos precios se corresponde con impuestos indirectos. Simplemente, la práctica habitual de no diferenciar entre el precio de venta al público antes y después de impuestos facilita que muchos contribuyentes olviden que, cada vez que adquieren un bien o servicio final, no sólo están pasando por la caja del empresario correspondiente, sino de Montoro.
En definitiva, el Estado intenta ocultar y camuflar todos los tributos que impone a sus ciudadanos. No es casualidad: en contra de lo que proclama la letanía socialdemócrata al uso, la inmensa mayoría de ciudadanos no pagan impuestos de manera risueña, patriota y orgullosa; al revés, sienten de primera mano que el Estado les está arrebatando coactivamente la riqueza que han logrado generar mediante medios pacíficos y voluntarios. No es para menos: el asalariado mileurista soporta, como hemos visto, un yugo fiscal de más de 9.000 euros anuales.
Y no, la alternativa realista a este expolio global no es concentrar el expolio sobre “los ricos”. Como acertadamente reconoce el socialista Thomas Piketty en Capital in the 21st Century: “En el Estado moderno, la totalidad de los ingresos tributarios se recauda mediante una fiscalidad casi proporcional sobre las rentas individuales, especialmente en aquellos países donde esos ingresos fiscales son muy cuantiosos. No es algo sorprende: resulta imposible que la mitad de la renta nacional se dirija a financiar un ambicioso programa de asistencia social público sin que todos contribuyamos al mismo de manera sustancial”. La alternativa realista no es apuntar el infierno fiscal, sino liberarnos de él: es decir, la alternativa realista a este yugo tributario es la revolución liberal.