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En defensa de Uber

por Laissez Faire Hace 10 años
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Aunque se asocia el liberalismo con la defensa de los intereses empresariales, lo cierto es que el liberalismo termina enemistándose con casi todos los empresarios, porque tarde o temprano estos terminan perdiendo sus ventajas competitivas frente a otras compañías y su única forma de conservar su posición dentro del mercado pasa a ser solicitando privilegios al Estado. Y los liberales, claro, se oponen a toda forma de privilegio estatal.

El sector del taxi es, en general, un sector que lleva décadas blindado frente a la competencia. Como tal, no ha sido capaz de adaptarse a las necesidades de precio y de calidad que le requerían los consumidores. El conjunto de taxistas ha oligopolizado el servicio de transporte de viajeros en vehículos turismo: lejos de competir con proveedores alternativos que les forzaran a readaptarse y reinventarse continuamente, el sector del taxi se adormeció y se marchitó bajo el paraguas estatal.

Esto no significa, claro está, que todos los taxistas defendieran las regulaciones restrictivas de la competencia, pero sí que la inmensa mayoría de ellos fue extraordinariamente complaciente con esas regulaciones. Así se puso sobradamente de manifiesto en sus masivas protestas contra la Ley Ómnibus de 2009, que liberalizaba el alquiler de vehículos con conductor y que fue finalmente enmendada por el Gobierno socialista cediendo a la presión del lobby taxista. Y de nuevo volvió a ponerse de manifiesto con la Ley de Unidad de Mercado, de la que el PP optó por excluir al sector del taxi para congraciarse con sus grupos de presión.

El gremio de taxistas, pues, parecía haber recuperado el control absoluto del mercado de transporte de viajeros en turismo cuando, de repente, llegó Uber: una innovadora App procedente de San Francisco que permite la contratación de chóferes bajo demanda a precios tan competitivos como 30 céntimos por minuto y 75 céntimos por kilómetro. Y aunque, dada la maleabilidad de PP y PSOE ante los lobbies, el alquiler de vehículos con conductor sigue siendo ilegal en España, la capacidad policial para controlar a Uber resulta escasa. No sólo que la contratación y el pago del servicio se canalice a través de un smartphone, sino que en España sí es legal compartir los gastos de transporte con el conductor, de modo que la frontera entre legalidad e ilegalidad no será fácil de trazar.

De ahí que la Confederación del Taxi haya exigido el cierre de la App o, como ya ha sucedido en la capital de Bélgica, multas de 10.000 euros para aquellos incivilizados que osen utilizarla. Empero, los motivos alegados por la Confederación no quedan del todo claros -más allá del lucro privativo del gremio-, ya que determinados usos de Uber -como contactar con un conductor para compartir gastos- sí pueden caber dentro de la legalidad. Quizá por ello, la Confederación ha optado por recurrir a la justificación de la regulación estatal del sector: la seguridad para los usuarios.

Según el gremio de taxistas, Uber podría resultar peligroso para los ciudadanos, dado que los chóferes privados no son profesionales acreditados y homologados. Por tanto, lo que este lobby dice es que las barreras de entrada a toda nueva competencia no se imponen en beneficio del lobby sino del consumidor que podría ser víctima de conductores sin escrúpulos.

Este alegato ilustra a la perfección por qué la regulación del taxi carece de todo sentido: los usuarios que deseen un taxi más caro y (presuntamente) más seguro, sólo tienen que escoger aquellos vehículos que cuenten con una licencia estatal; aquellos otros usuarios que, en cambio, prefieran asumir un riesgo acaso algo mayor a cambio de tarifas menores, mejor calidad de servicio y mayores facilidades de pago, pueden simplemente utilizar Uber. Libertad de elección.

No existe ninguna razón para que el Estado reprima estas dos opciones en aras del lucro privativo de la otra. Estamos ante una histórica innovación disruptiva que debería poder desarrollarse en beneficio del conjunto de la sociedad sin interferencia del intervencionismo estatal. Aquellos conductores que generen mayor valor para los consumidores prosperarán y aquellos que no lo logren deberán dedicarse a otras labores.

Por desgracia, y atendiendo a los antecedentes históricos, todo apunta a que el Estado no va a atender al interés general y que se plegará, nuevamente, al interés particular de los lobbies. Un motivo de peso para, no ya liberalizar el sector del taxi, sino, sobre todo, para reducir cualesquiera corruptoras -y corruptibles- regulaciones estatales a su mínima expresión. No atienden al interés general sino al interés de grupos de presión y al interés electoral de los políticos.


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