Aunque suele reputarse el FMI como un organismo creado para fomentar el avance del liberalismo más radical, lo cierto es que la burocracia washingtoniana jamás da puntada política sin hilo estatista.
Su cometido originario, allá cuando todavía regían los tipos de cambio fijos de Bretton Woods, era ralentizar el proceso de ajuste de aquellos países con intensos desequilibrios exteriores ofreciéndoles créditos blandos en divisas extranjeras; su cometido actual, cuando ya no existen tipos de cambio fijos internacionales, es ralentizar el proceso de ajuste de aquellos países con intensos desequilibrios internos extendiéndoles créditos igualmente blandos y promoviendo la adopción de keynesianas políticas de despilfarro globales.
Haciendo gala de esta tradición, el pasado lunes el FMI publicó las conclusiones preliminares de su última supervisión de la economía alemana. Su recomendación estrella volvió a ser ésa tantas veces reiterada como errada: que Alemania debe incrementar su inversión pública en infraestructuras para impulsar el aumento de su demanda interna y, con ella, de las importaciones del resto de la debilitada Eurozona.
Al parecer, el vicio de los teutones es que son harto ahorradores, lo que imposibilita que los países periféricos levantemos cabeza por la vía exportadora: nuestra única esperanza, pues, es que a los germanos les invada un arrebato de alocado manirrotismo y que parte de la calderilla de sus desembolsos termine filtrándose hacia el Sur.
Y, ciertamente, la corrección de los desequilibrios dentro de la Eurozona requiere de un estrechamiento del superávit exterior alemán y del déficit exterior periférico. Pero esa corrección no puede lograrse de cualquier forma y a cualquier precio: no se trata de que el Gobierno alemán obligue a sus ciudadanos a consumir cualquier cosa que sea fabricada dentro de los periféricos; al contrario, los periféricos debemos esforzarnos por reconvertir nuestra economía adicta al ladrillo y al BOE hacia una economía capaz de generar bienes exportables y con demanda internacional.
El Sur de Europa no debería buscar mendicantemente los subsidios norteños, sino ambicionar el dinamismo interior que le permita generar riqueza.
A la postre, no es algo que nos resulte imposible: España ha aumentado el valor de sus exportaciones comerciales al resto del mundo en casi un 30% desde 2008 y ha reducido en más de un 70% su déficit comercial con respecto a Alemania. Y lo ha hecho no porque el resto del mundo, y en particular Alemania, hayan querido deglutir dadivosamente en masa nuestras mercancías, sino porque los empresarios españoles han logrado encontrar nuevos mercados para los nuevos productos que han creado a pesar del Gobierno.
No en vano, el Ejecutivo del Partido Popular sólo ha sabido torpedear la muy necesaria transformación de la economía española desde que puso un pie en La Moncloa. El enemigo de la recuperación europea jamás ha sido la muy exagerada austeridad alemana, sino la muy minimizada prodigalidad periférica que sus gobiernos han tratado de perpetuar por todos los medios a su alcance.
Lejos de bajar impuestos para liberar renta disponible en manos de familias y empresas, los gobiernos sureños los han disparado hasta cotas desconocidas para así consolidar su idolatrada burbuja estatal; lejos de recortar el gasto con energía para dejar de fagocitar nuestro escaso ahorro interno en la financiación de sus monstruosos déficits, los gobiernos sureños han disminuido el presupuesto lo mínimo indispensable para evitar una inminente bancarrota y seguir gastando sin control; lejos de liberalizar la economía para no obstaculizar el ingenio empresarial, los gobierno sureños se han limitado a retocar algunos puntos de la legislación laboral con la esperanza de que una cierta deflación salarial permita mantener a flote todas sus ingentísimas regulaciones restantes; lejos de hacer recaer la totalidad de las pérdidas de las privilegiadas entidades financieras sobre sus accionistas y acreedores a través de un justo bail-in, los gobiernos europeos han optado por socializar todos los quebrantos a través de un deshonesto bail-out.
En suma: un despropósito de política económica dirigido a frenar el rápido reajuste interno necesario para corregir nuestros desequilibrios externos. Un despropósito de política económica que ha contado no sólo con el apoyo de esos gobiernos europeos que la han aplicado, sino con el aplauso entusiasta del liberticida FMI. Pero sí: nuestro problema es que Merkel no gasta lo suficiente en carreteras.