Difícilmente podría haberse hecho peor: primero, el Estado retendrá la mayoría accionarial sobre Aena, de manera que seguirá siendo pública; segundo, el Gobierno seleccionará arbitrariamente a ese 21% de “accionistas de referencia” con tal de repartir el núcleo duro de la compañía entre sus amigotes; y tercero, los 2.500 millones que espera recaudar el Estado no serán redistribuidos entre los españoles -los presuntos dueños de la compañía parcialmente privatizada- sino entre los ministros del Ejecutivo para dilapidarlos a discreción.
Así pues, la privatización de Aena se asemeja, más bien, a un mecanismo de financiación del Estado al estilo de la emisión de deuda pública: en lugar de vender una promesa de repago futuro, el Gobierno obtiene ingresos financieros transfiriendo una participación no controladora sobre una compañía estatal que abonará dividendos futuros.
En suma, la privatización del Partido Popular es una forma de hacer caja en beneficio del Estado, no de los ciudadanos que, según nos dicen, somos los dueños últimos de Aena.
Pero la chapuza estatista del PP no termina con Aena: la liberalización de Renfe es otro ejemplo del fraudulento liberalismo popular. Según relata Fomento, el transporte de viajeros se abrirá a la competencia añadiendo un único operador en una única línea (el corredor de Levante) durante un plazo de siete años. El único competidor de Renfe le alquilará el material rodante (vagones y locomotoras) a la propia Renfe y tendrá libertad para fijar precios y trayectos. Además, transcurrido el período de siete años, cualquier operador podrá entrar a competir dentro de ese corredor.
Es fácil observar que nos hallamos ante una nueva timo-liberalización. Primero, la mayor parte de las líneas de Renfe seguirán siendo operadas en régimen de monopolio estatal; segundo, en el corredor levantino, el Gobierno constituye un duopolio, nada similar a la libre competencia; tercero, el Gobierno constituye ese oligopolio mediante una adjudicación discrecional a una empresa privada “de confianza” (¿coincidirá con alguno de los “accionistas de referencia” de Aena?); cuarto, mientras las tarifas de Renfe se mantengan subsidiadas, será complicado que se instituya competencia efectiva alguna a menos que el Estado tome la alocada decisión de subvencionar al competidor privado; y quinto, el rival de Renfe será inicialmente un arrendatario del material de la propia Renfe, lo que acerca el mercado más a la cartelización que a la competencia.
Pero lo más grave de la timo-liberalización del PP es la artificial segregación entre la propiedad de las vías y la de los operadores del servicio de transporte de viajeros. Las líneas ferroviarias seguirán siendo propiedad del Estado, lo que significa que será el Estado, y no las compañías privadas, quien planificará centralizadamente las nuevas rutas necesarias y, sobre todo, socializará sus costes entre todos los contribuyentes para mayor lucro de los operadores privados.
La segregación entre la propiedad de las vías y la de los trenes es un modelo de negocio que no tiene por qué ser el óptimo para la gestión empresarial de los ferrocarriles, en tanto en cuanto acarrea problemas de coordinación potencialmente gravosos.
En Inglaterra, por ejemplo, la separación no funcionó adecuadamente; en Japón, en cambio, la privatización sí dio buenos resultados gracias a que las distintas compañías se mantuvieron verticalmente integradas. Lo verdaderamente relevante es que sea el mercado quien configure (y reconfigure) las estructuras empresariales de una industria hasta encontrar, mediante ensayo y error, las óptimas: en España, por el contrario, el liberticida PP ha decidido que esas estructuras las imponga el Estado.
He ahí el falso-liberalismo del PP: ni privatizaciones ni liberalizaciones. Todo queda en casa: atado y bien atado por el control del Estado.