Uno de los motivos que el entorno de Podemos ha aducido para justificar la necesidad de una ley de prensa ha sido el de evitar que se difundan mentiras desde los medios de comunicación. Se nos ha dicho que, de la misma manera que las carnicerías no tienen permitido vender carne podrida, la prensa no debería tener permitido divulgar infundios y que, por consiguiente, necesitamos de un Ministerio de la Verdad. Desde este prima, la regulación de los emisores de información simplemente tendría como propósito proteger a los consumidores de idéntico modo a cómo se les intenta proteger de la adquisición de carne podrida. Pero, ¿realmente son ambas situaciones equiparables?
Ciertamente, un primer debate a abrir sería el de si un carnicero puede venderle a un consumidor carne en avanzado estado de descomposición cuando este último es consciente de que está adquiriendo carne podrida. Por mi parte, no veo problemas insalvables con semejante transacción pero, en realidad, no entra en el fondo de la cuestión planteada por Podemos: ningún medio de comunicación miente a su audiencia informándole simultáneamente de que está mintiendo. La cuestión, pues, es más bien la siguiente: del mismo modo que los tribunales sancionarían a un carnicero que vendiera carne podrida sin conocimiento de su clientela, ¿debería el Estado legislar para proscribir que los medios de comunicación mientan con la intención de engañar a su audiencia?
Las cinco diferencias entre la mentira y la carne podrida
La primera diferencia entre la venta de carne podrida y la transmisión de información falaz es el número de sujetos que deben ser sometidos bajo control. Mientras que sólo un porcentaje relativamente reducido de la sociedad vende carne, prácticamente todos somos emisores de información y, por tanto, potenciales afectados por los controles y supervisiones del Ministerio de la Verdad. Internet ha revolucionado los medios de comunicación y hoy en día muchas cuentas de Twitter pueden tener más audiencia que muchos periódicos locales, regionales o nacionales. Incluso las páginas personales pueden tener volúmenes considerables de lectores que, en coherencia, debería llevar a someterlas a esta legislación estatal. Por consiguiente, todos seríamos potenciales delincuentes merecedores de supervisión a los ojos del Ministerio de la Verdad.
La segunda diferencia es que es mucho más sencillo reconocer y definir objetivamente qué es una pieza de carne podrida que hacer lo propio con una información falsa. No sólo porque en ocasiones los elementos factuales sobre los que descansa la información sean difíciles de contrastar (sobre todo, habida cuenta de la confidencialidad de las fuentes periodísticas), sino porque la inmensa mayoría de hechos son interpretables.
Por ejemplo, cuando Podemos —o medios afines al discurso de Podemos— afirma que España no es una democracia, ¿está mintiendo o está diciendo la verdad? Cuando Podemos —o medios afines al discurso de Podemos— afirma que la casta nos está robando, ¿está mintiendo o está diciendo la verdad? Cuando Podemos —o medios afines al discurso de Podemos— afirma que la crisis se debe a los recortes del gasto público, ¿está mintiendo o está diciendo la verdad? Cuando Podemos —o medios afines al discurso de Podemos— afirma que los empresarios explotan a los trabajadores, ¿está mintiendo o está diciendo la verdad? Cuando el Partido Popular —o medios afines al discurso del Partido Popular— sostiene que el Gobierno ha bajado los impuestos, ¿está mintiendo o está diciendo la verdad? Cuando el Partido Popular —o medios afines al discurso del Partido Popular— sostiene que estamos creciendo a velocidad de crucero, ¿está mintiendo o está diciendo la verdad?, etc.
Creo que todos tenemos una cierta respuesta a las preguntas anteriores, pero también creo que todos podemos visualizar interpretaciones no demasiado forzadas esas preguntas que podrían llevarnos a responderlas en sentido inverso (o al menos a matizarlas considerablemente). ¿Debemos someter la libertad de expresión al monopolio interpretativo de la misma por parte de un órgano burocrático? Por ejemplo, si gobernara Podemos y se implantara su Ministerio de la Verdad, ¿podríamos, llegado el caso, denunciar que el régimen de Podemos no es democrático o que roba a una parte de los ciudadanos (tal como los dirigentes de Podemos están pudiendo hacer hoy)? ¿O en cambio ese Ministerio de la Verdad podría tachar esas informaciones de infundios desestabilizadores del cambio social promovido por el nuevo Gobierno, esto es, de ‘golpismo mediático’?
Tercera diferencia entre la carne podrida y la mentira: mientras que, en principio, no cabe suponer que un burócrata o un magistrado tengan especial interés en manipular su sentencia a propósito de la salubridad de la carne —mintiendo con que la carne sana está podrida o con que la carne podrida está sana—, sí hay fundadas razones para asumir que pueden tener profundos intereses en manipular su sentencia sobre la veracidad de una información. A la postre, todo burócrata —e incluso todo magistrado de un tribunal independiente del Gobierno— posee una determinada cosmovisión del mundo que puede sentirse amenazada por las informaciones divulgadas por un determinado medio de comunicación: por ejemplo, los burócratas afines a Podemos —sean o no nombrados a dedo por ellos— no querrán que circulen ciertas informaciones que socaven el dominio electoral de Podemos; o los burócratas favorables a un Estado de Bienestar omniabarcante tendrán incentivos para perseguir las informaciones que erosionen la buena imagen del mismo dentro de la sociedad española. En tanto en cuanto todos tenemos ideas que deseamos que prevalezcan, no deberíamos encomendar a nadie el control de la difusión de esas ideas: sería tanto como encomendar a un carnicero la capacidad última para decidir si la carne de su competidor directo está podrida o no.
Cuarta diferencia: en la venta de carne podrida, sin conocimiento del comprador, cabe asumir razonablemente que existe una violación del contrato verbal de compraventa de carne y, por tanto, el carnicero se convierte en responsable por incumplimiento de ese contrato sinalagmático. Pero, ¿de dónde deriva la responsabilidad jurídica del comunicador que miente? Desde luego, no de un contrato con sus lectores o espectadores: el periodista que habla por televisión, que publica sus noticias en un periódico digital o que escribe por Twitter no suscribe ningún contrato con el receptor de esa información, sino que se dedica a emitirla unilateralmente para que cualquiera que así lo desee acceda libremente a ella. No hay, pues, ninguna voluntad de asumir obligaciones jurídicas acerca de la veracidad de la información por parte del periodista y su responsabilidad ante la mentira, por ende, no puede ser contractual.
Ahora bien, podría afirmarse que la responsabilidad del periodista por mentir es extracontractual, a saber, que deriva del daño causado a terceros con independencia de que los terceros y el periodista mantengan una relación contractual. Sin embargo, nuestro ordenamiento jurídico ya cuenta con normativas (a mi juicio, demasiado limitativas de las libertades individuales) conducentes a proteger a los terceros damnificados de informaciones falsas (¡e incluso de informaciones verdaderas que les causen un perjuicio que se entiende no justificado!); el caso más claro es el de la protección del derecho al honor y a la intimidad personal o familiar (y en un nivel superior se hallarían la tipificación penal de los delitos de calumnia e injuria): cuando se vulneran tales derechos por una información, el damnificado puede instar la rectificación o exigir una indemnización al periodista. Incluso existe protección jurídica contra el daño moral que determinadas actividades periodísticas puedan causar sobre colectivos enteros (delito de ultraje a España, delitos contra las Instituciones del Estado o delitos contra los sentimientos religiosos). Como digo, el ordenamiento jurídico español ya dispone de instrumentos (excesivos, a mi entender) para perseguir la mentira cuando ésta genere daño a terceros. ¿Cuál es entonces el propósito de promover una nueva ley que amplíe todavía más los supuestos de restricción estatal de la libertad de expresión? No, desde luego, el de proteger a terceros de daño alguno, sino el de controlar los circuitos de la información.
Y quinta diferencia: mientras que los perjuicios originados por el consumo de carne podrida no pueden contrarrestarse mediante el consumo de carne saludable, los presuntos perjuicios originados por el consumo de información falsa sí pueden contrarrestarse mediante el consumo de información veraz. En eso consiste la práctica de utilizar diversas fuentes de información para formarse una opinión propia al respecto. Pero, siendo así, existe una alternativa más sencilla e infinitamente menos peligrosa que el control administrativamente centralizado de los medios de comunicación: la libertad de entrada y la competencia descentralizada entre medios de información. Es muy preferible que los medios de comunicación compitan entre ellos en labrarse una cierta credibilidad ante sus lectores o espectadores a que el Estado otorgue un membrete de credibilidad a aquellos medios que él juzgue veraces: lo primero coadyuva a que la gente se labre su propio criterio; lo segundo, a que se lo impongan los políticos o burócratas que controlen el Ministerio de la Verdad.
No necesitamos un Ministerio de la Verdad
En definitiva, no necesitamos más leyes ni más burocracias que controlen la prensa e impongan su particular concepción de verdad, sino más libertad e independencia de la prensa (tan marchitada en los últimos años) para que puedan emitirse todas aquellas informaciones que los periodistas deseen emitir. Y ese escrupuloso respeto con la libertad de expresión implica, sí, que debemos ser tolerantes con la mentira. Una sociedad abierta no debe censurar a los mentirosos: debe combatirles divulgando la verdad y echando por tierra sus infundios, pero no cerrando sus canales de comunicación o secuestrando sus publicaciones. Una sociedad que sólo es capaz de protegerse de la mentira recurriendo a la coacción estatal —y no a la más creíble persuasión por parte de quienes no mienten— es una sociedad tremendamente frágil, en tanto en cuanto el Estado controla los canales últimos de formación de la información: control del que podría abusar para, justamente, imponer su propia e interesada mentira. ¿Quién controlaría las mentiras del controlador último? Nadie. En cambio, una sociedad que va construyendo de manera descentralizada y no coactiva los mecanismos para contrastar la información es una sociedad mucho más antifrágil ante la mentira: una sociedad con numerosos pesos y contrapesos frente a la información falsa y a la que, en consecuencia, es mucho más difícil engañar.
El control estatal de la prensa que defiende Podemos no es una vía para empoderar a la sociedad frente a los poderes fácticos, sino para infantilizarla ante la creación de nuevos poderes fácticos. Mentir es algo indeseable, pero una sociedad abierta y tolerante no debería siquiera censurar la mentira: primero por los gigantescos riesgos para la libertad de expresión que ello acarrea; segundo, porque la manera más eficaz de erradicar la mentira no es silenciando al mentiroso, sino combatiendo y exponiendo al público sus mentiras.