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Una fiscalidad no balanceada

por Laissez Faire Hace 10 años
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La reciente publicación de las balanzas fiscales entre autonomías no ha satisfecho a prácticamente ninguno de nuestros políticos regionales. Pero más allá de las refriegas electoralistas, el documento elaborado por Ángel de la Fuente sí debería llevarnos a un muy hondo replanteamiento del modelo de financiación autonómica.

¿Sirven de algo las balanzas fiscales?

La primera cuestión a resolver es si las balanzas fiscales proporcionan algún tipo de información útil. A la postre, hemos escuchado en reiteradas ocasiones que “los impuestos los pagan los individuos, no los territorios”, por lo que supuestamente carecería de importancia conocer el saldo fiscal de un territorio (esto es, cuántos impuestos se pagan en relación con el gasto público recibido).

La crítica puede parecer lógica, pero tiene problemas serios. Al cabo, la manera que tiene un contribuyente de recuperar parte de sus impuestos abonados es disfrutando del gasto público en el que esos impuestos se materializan. Si paga muchos impuestos y disfruta de muy poco gasto, el contribuyente está tanto más explotado fiscalmente.

En este sentido, las balanzas fiscales ponen de manifiesto la diferencia entre los impuestos pagados por los residentes de una región y el gasto público recibido por esos mismos residentes: a mayor diferencia, más explotación fiscal media dentro de esa región.  De ahí que, aunque sea verdad que los impuestos los pagan los individuos y no los territorios, como esos individuos sólo tienen opción de recuperar los impuestos abonados a través de los servicios estatales que se presten en su territorio, las balanzas fiscales sí nos indican cuán maltratados fiscalmente están sus habitantes.

Es verdad que no se trata de un indicador perfecto: por ejemplo, si a un madrileño le arrebatan 20.000 euros en impuestos para entregárselos en forma de subvención a un getafense, el saldo fiscal de la Comunidad de Madrid por esta operación será cero y difícilmente podrá decirse que el madrileño ha recuperado parte de sus impuestos porque éstos se reinviertan en Madrid.

Es verdad, también, que dentro de cualquier región arbitrariamente definida podríamos encontrar subbalanzas fiscales  (entre la capital madrileña y el resto de ciudades de la comunidad o incluso entre barrios de la comunidad madrileña) hasta llegar a calcular una balanza fiscal individual. Pero que el indicador tenga sus limitaciones (como todo indicador) no invalida su utilidad: sólo implica que los cálculos tendrán un cierto margen de error y, sobre todo, que estamos valiéndonos de magnitudes medias (los residentes en un territorio pueden estar maltratados fiscalmente como media sin que todos ellos lo estén).

¿El método carga-beneficio es el adecuado?

La siguiente cuestión a dilucidar es si el modo en el que se han calculado las balanzas fiscales es el más adecuado. Grosso modo, existen dos métodos para imputar ingresos y gastos: el método carga-beneficio (que es el empleado en el informe) y el método flujo monetario. El primero imputa el gasto público a aquel territorio donde residen los ciudadanos que se benefician de los servicios provistos por ese gasto público; a su vez, los impuestos se imputan a aquel territorio donde residen quienes en última instancia soportan su carga. El segundo método, en cambio, imputa los gastos allí donde se materializa y los impuestos a aquellos que los abonan en primera instancia.

Por ejemplo, supongamos que en toda España sólo existe un hospital de maternidad en Madrid y que, por los motivos que sea, en la región madrileña nadie tiene hijos. ¿Quiénes serían los beneficiarios de ese servicio hospitalario? Según el método carga-beneficio, todas las madres del resto de España que acudan a él; según el método flujo monetario, los trabajadores del hospital madrileño Otro ejemplo: las cotizaciones sociales que pague una empresa catalana por disponer de una sede con trabajadores en Extremadura se imputan a los trabajadores extremeños, pues son ellos los que en última instancia lo pagan. De ahí que, aunque ambos métodos son útiles y tienen su relevancia, el método carga-beneficio es el más correcto y relevante.

Acaso la única salvedad que pueda efectuarse en este punto se refiere a aquellos gastos generales que presuntamente benefician por igual a todos los españoles: por ejemplo, la alta dirección del Estado, la representación exterior, la defensa o la I+D. Estos gastos, que ascendieron a 17.400 millones de euros en 2011, se imputan equitativamente a todos los españoles a través del método carga-beneficio. Y aunque sea correcto hacerlo así, también es cierto que, en este caso, aquella región que concentre las entidades encargadas de la provisión de estos servicios generales obtiene un beneficio sobre el resto. En este sentido, suele aducirse que esa región privilegiada es Madrid, donde se ubican todas los Ministerios y demás burocracia estatal; motivo por el cual el método carga-beneficio sobreestimaría el déficit fiscal de esta región.

La crítica tiene parte de razón, pero tampoco debemos exagerarla: de los 17.400 millones de servicios generales, sólo 1.000 se corresponden con gastos indudablemente concentrados en Madrid. De los otros 16.400, alguna parte recaerá en Madrid, pero ni mucho menos su totalidad: por ejemplo, la acción exterior del Estado (2.200 millones) afluye al exterior; la defensa (8.500 millones) no está concentrada en Madrid, que sólo tiene un cuarto de todas las bases militares; el gasto en gestión tributaria (1.600 millones) se difumina, en un 90%, hacia los servicios territoriales; el gasto en I+D (2.600 millones) se asigna a centros investigadores y universidades de toda España, etc.

¿Qué nos dicen las balanzas fiscales de 2011?

Sentado lo anterior con sus pertinentes matices, uno puede utilizar los datos de las balanzas fiscales con una razonable confianza. ¿Y qué nos dicen estos datos? Pues, básicamente, que los ciudadanos de cuatro comunidades autónomas —Madrid, Cataluña, Baleares y Comunidad Valenciana— están costeando las sobredimensionadas burocracias del resto de autonomías, muy en especial de Andalucía, Canarias, Castilla y León, Galicia y Extremadura. Cada madrileño paga 2.700 euros extraordinarios en impuestos —y cada catalán y balear alrededor de 1.500— para financiar las transferencias de 2.700 euros anuales que recibe cada extremeño, las de 1.900 que recibe cada canario o las de 1.500 que recibe cada asturiano.

Los incentivos perversos que tal organización hacendística provoca son gigantescos. Primero, destruye la corresponsabilidad fiscal: los ciudadanos residentes en comunidades netamente receptoras demandarán más gasto público aunque ello implique pagar mayores impuestos (pues no son ellos quienes, en última instancia, los están pagando) y, a su vez, tenderán a ser más condescendientes con el despilfarro del que no es su dinero. Segundo, elimina todo incentivo a la competencia fiscal entre autonomías en la medida en que gran parte de los ingresos termina redistribuyéndose dentro del sistema. Tercero, atrofia el desarrollo de las regiones dependientes de las transferencias externas, las cuales pasan a convertirse en rentistas del resto de España: el caso más paradigmático es el de Extremadura, que obtiene el 17% de su PIB (¡el 17%) del resto de españoles (o dicho de otra forma: la principal industria de Extremadura es el cabildeo político para sacar tajada presupuestaria). Y cuarto, se gesta una comprensible tensión entre los ciudadanos de aquellas regiones que contribuyen netamente y los de aquellas otras que son receptoras netas: la reciente explosión del independentismo catalán es difícilmente entendible sin toda esta fortísima redistribución interna de la renta mal calificada de “solidaridad interterritorial”.

Los resultados de las balanzas fiscales deberían llevarnos a una revisión en profundidad del modelo de financiación autonómica: si hemos descentralizado la mayor parte de los gastos del Estado, deberíamos hacer lo propio con los ingresos. No es de recibo que una familia media madrileña esté pagando de más 7.500 euros anuales en impuestos para transferirlos al resto de España.

Por supuesto, una mayor descentralización fiscal implicará que las autonomías que hoy son receptoras netas de fondos deberán replantearse de raíz sus presupuestos. Pero no confundamos ese necesario replanteamiento presupuestario con la típica demagogia de dejar a las regiones “pobres” sin servicios educativos o sanitarios “de calidad”. Primero, porque el gasto sanitario y educativo representa el 60% del gasto autonómico total (y el gasto autonómico ni siquiera es la totalidad del gasto desplegado en una región), de modo que podrían recortarse otras partidas presuntamente menos relevantes. Segundo, porque hay formas de recortar el gasto educativo y sanitario sin merma en la calidad de sus servicios (por ejemplo, recortar los salarios de su personal, adecuándolos al poder adquisitivo medio de esas regiones: ¿por qué el sueldo base de un profesor extremeño ha de ser el mismo que el de un madrileño?). Y, tercero, porque las regiones receptoras siempre cuentan con una simple alternativa a recortar el gasto: subir impuestos a sus ciudadanos.

Ahora mismo, son los impuestos extraordinarios soportados por los ciudadanos de otras regiones los que costean parte de los gasto de las receptoras netas: por ejemplo, los andaluces reciben como media unas transferencias netas de 880 euros por ciudadano (el 5,5% de la renta per cápita andaluza) mientras que los catalanes abonan como media unos impuestos extraordinarios de 1.100 euros (algo más del 4% de su renta per cápita)… ¿por qué no invertir los términos? En tal caso, las transferencias interterritoriales se reducirían sin merma del gasto en ambas regiones.

En suma, las balanzas fiscales, con todos sus defectos y limitaciones, ponen de manifestó hasta qué punto el Estado controla y abusa de la renta que arrebata a sus ciudadanos. Cuantos más altos sean los tributos y más gasto distribuya el sector público, mayores tensiones entre ciudadanos tenderán a aparecer. Lejos de crear instituciones cuyo fundamento último sea la pugna política por el reparto del botín deberíamos avanzar hacia instituciones que promuevan la cooperación voluntaria y pacífica entre todos los ciudadanos. Y, para eso, necesitamos una reducción muy considerable de la carga fiscal que vaya de la mano de una profunda descentralización administrativa.


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