En su bloque tercero de Capital en el siglo XXI, Thomas Piketty se sumerge de lleno en el análisis de la “estructura de la desigualdad”. A la postre, en los capítulos anteriores se limitó a exponer un (equivocado) modelo económico según el cual las rentas del capital irían ganando progresivamente peso dentro de la renta nacional. Pero, hasta este punto, la desigualdad todavía no ha entrado en su exposición: una sociedad donde las rentas del capital vayan ganando peso dentro del PIB no es una sociedad necesariamente más desigual (si el capital está distribuido muy equitativamente, el aumento de las rentas del capital no alterará la distribución agregada de la renta). ¿Por qué, entonces, el economista francés liga el incremento de la ratio capital/renta (de Beta) con la desigualdad?
Pues, tal como nos explica en su capítulo 7, porque históricamente la distribución de la propiedad del capital siempre ha sido mucho más desigualitaria que la de las rentas del trabajo. A juicio de Piketty, esta regularidad histórica se explica por el enorme peso que desempeña la herencia a la hora de determinar la distribución del capital: la distribución presente del capital se ve altamente influida por su distribución pasada, por lo que existe un fuerte efecto de dependencia del camino en su distribución.
A modo de ilustración, Piketty nos muestra dos tablas comparando la distribución de las rentas salariales y de la propiedad del capital en distintos modelos de sociedades (esto es, qué porcentaje de las rentas salariales o de la propiedad del capital recae sobre el tramo del 10% más alto de la distribución, sobre el 50% más bajo, y sobre el 40% de en medio).
Podemos observar que incluso en las sociedades más igualitarias conocidas (las nórdicas), la distribución salarial es mucho más igualitaria (los ciudadanos en el top 10% de la distribución salarial concentran el 20% de toda la masa salarial) que la distribución de la riqueza (los ciudadanos en el top 10% de la distribución del capital concentran el 50% de la propiedad de la riqueza nacional).
Dado que la desigualdad de la renta en una sociedad depende de la desigualdad en la distribución de la renta salarial y de las rentas del capital, y dado que las rentas del capital han estado históricamente mucho más desigualitariamente distribuidas que las salariales (debido a los efectos de la herencia), Piketty asume que, si la acumulación de capital prosigue durante las próximas décadas, las desigualdades en la renta continuarán acrecentándose. Y esto, insiste el economista francés, constituye un serio problema para nuestras sociedades democráticas, las cuales se fundamentan en la idea de que “las desigualdades basadas en el talento y el esfuerzo individual son más justificables que otro tipo de desigualdades”.
Así, de entrada, parecería sencillo comprender que desde los 70 las desigualdades hayan vuelto a aumentar en todo el mundo y, especialmente, en EEUU: el 10% de individuos con mayor renta han pasado de copar el 33% de la renta nacional agregada al 46%; por su parte, el top 1% ha incrementado su participación del 8% a casi 18%y el top 0,1% del 2% al 7,5%).
Ahora bien, la tesis de Piketty se topa con un primer obstáculo fundamental: entre el 50% y el 60% de este considerable aumento de la desigualdad en la distribución de la renta acaecido desde mediados de los 70 se debe al aumento de la desigualdad dentro de las rentas del trabajo… no al aumento de la desigualdad en las rentas del capital. O, en otras palabras, todo el modelo de Piketty desarrollado en la primera parte no sirve en absoluto para explicar más de la mitad del aumento de la desigualdad en la distribución de la renta sucedido desde los 70.
Esta circunstancia le lleva a Piketty a reformular su tesis central para hablar de dos tipos de desigualdad: la que surge en sociedades hiperpatrimonialistas (donde la desigualdad de la renta total se explica por la distinta distribución de la propiedad del capital) y la que surge en sociedades hipermeritocráticas (donde la desigualdad de la renta total se explica por la desigualdad de las rentas salariales). En parte, claro, ambas desigualdades pueden realimentarse: los individuos con una mayor renta salarial tendrán más facilidades para ahorrar y constituir un patrimonio que podrán legar a las generaciones venideras, permitiendo que sus descendientes vivan de la renta derivada de la riqueza heredada.
Por eso, el economista francés defiende que hay que combatir ambos tipos de desigualdad: la extrema desigualdad salarial procedente de los altísimos salarios de los grandes directivos y la extrema desigualdad en la propiedad del capital procedente de la herencia. Lo primero se combatirá con tipos marginales sobre la renta cuasi-confiscatorios y lo segundo con impuestos sobre la riqueza. Con tal de estructurar mejor nuestra crítica a Piketty sobre la distribución de la renta, en los próximos artículos nos sumergiremos de lleno en el análisis de la evolución de la desigualdad salarial y en la de la propiedad del capital.
De momento, y antes de finalizar esta introducción, simplemente clarificar una cuestión: el llamativo contraste entre la desigualdad salarial y la desigualdad en la propiedad del capital no debería sorprendernos en exceso. Aunque Piketty la atribuye especialmente al peso intergeneracional que juega la herencia, la mayor parte de la desigualdad podría subsistir en sociedades extraordinariamente igualitaristas por un motivo muy simple: las personas comienzan percibiendo un salario desde la adolescencia pero los grandes patrimonios suelen amasarse a edades mucho más tardías. Por ello, incluso una sociedad que hiciera tabla rasa en la propiedad del capital tendería rápidamente a desarrollar una fuerte desigualdad en su propiedad.
Por ejemplo, supongamos una sociedad donde se trabaja desde los 26 a los 65 años y se vive del patrimonio acumulado desde los 66 a los 85. Asumamos que el salario es el mismo para todos los trabajadores y que todos ellos ahorran un 30% del mismo, el cual logran rentabilizar cada año a una tasa media del 5,5%. Igualmente, asumimos que las herencias se destruyen una vez fallece el propietario y que la cantidad de trabajadores en cada franja de edad es la misma. Es obvio, pues, que estamos ante la sociedad más igualitaria imaginable: no hay nunca diferencias de partida y el salario es el mismo para todos los trabajadores. Pues bien, dentro de esta sociedad extremadamente igualitarista, nos encontraríamos con una distribución de la propiedad del capital por franja de edad tal que así (asumimos, por simplicidad, que en cada franja sólo hay una persona):
De este modo, en esta sociedad altamente igualitarista, la masa salarial y la propiedad del capital quedarían concentradas del siguiente modo:
Dicho de otra forma, incluso en la sociedad más igualitaria que podemos llegar a imaginar, el 10% más rico de la sociedad tendería a concentrar naturalmente un elevado porcentaje de la riqueza nacional (en este caso, el 30%), mientras que el 50% más pobre apenas se contentará con una pequeña porción (en este caso, el 13%). Modifiquen el cuadro anterior introduciendo supuestos más realistas (sí existen herencias, las rentas salariales no son tan igualitarias, las tasas de ahorro no son idénticas entre todos los ciudadanos, la pirámide demográfica va invirtiéndose y las habilidades para rentabilizar el capital no es que no sean homogéneas entre los inversores, sino que la divergencia entre sus tasas de retorno resulta explosiva) y entenderán por qué la desigualdad en la propiedad del capital tiende a ser mucho más extrema que entre las rentas salariales.
Pero el análisis de todos estos elementos lo dejamos para los próximos artículos.