Señala Mariano Rajoy que la economía española jamás ha creado tanta ocupación con tan poco crecimiento económico. Y, ciertamente, hasta esta crisis se verificaba esa tan manida correlación histórica de que debíamos crecer al 2% para comenzar a crear empleo: en el último año, empero, nos ha bastado con expandirnos al 1 por ciento para generar casi 200.000 puestos de trabajo.
Notable cambio que, sin embargo, puede leerse desde otro ángulo menos ilusionante: generando 200.000 empleos, apenas hemos logrado incrementar la producción nacional en un 1%. Es decir, los nuevos empleos son de muy baja productividad: en caso contrario, la economía habría crecido mucho más.
La misma baja productividad, por cierto, que explica la brutal destrucción de empleo acaecida en este país durante la crisis pese a las moderadas cifras de decrecimiento del PIB (tres millones de empleos volatilizados entre 2008 y 2013 con apenas una caída del PIB del 6 por ciento).
No se me malinterprete: no estoy criticando ni lamentando que, en el corto plazo, empecemos a crear empleo poco productivo. Simplemente estoy constatando cuál es la estructura económica base de nuestro país para no llamarnos a engaño. Nuestra economía se halla absolutamente devastada tras una burbuja financiera, una burbuja inmobiliaria y una burbuja estatal: todas ellas mal pinchadas y peor saneadas.
Nuestra capacidad de generación de riqueza -al menos en muchos tramos de la economía- se halla por los suelos: por eso, sí, el único empleo que podemos crear a corto plazo es el que estamos creando. A saber, un empleo poco productivo y, por tanto, poco remunerado (nótese el sentido correcto de la relación causal: la baja productividad del empleo provoca su baja remuneración).
Por eso, además, la reforma laboral del PP -acaso su único acierto en esta legislatura- ha resultado positiva: en la medida en que ha contribuido a ajustar los salarios a la productividad del trabajo, ha permitido adelantar e intensificar la creación de empleos? aunque éstos sean escasamente productivos.
Evidentemente, sería descabellado y suicida que, con seis millones de parados y al borde de la bancarrota, las regulaciones laborales sólo autorizaran trabajar a los ciudadanos ultraproductivos, condenando a todos los demás al desempleo estructural. Es más: lo deseable sería que completáramos la liberalización del mercado de trabajo, de tal modo que la legislación no bloqueara la creación de ningún empleo que resultara mutuamente beneficioso para las partes implicadas.
Pero, claro está, a medio y largo plazo las dinámicas actuales de creación de empleo poco productivo y poco remunerado no son en absoluto deseables. La prosperidad de una sociedad depende del nivel de vida de sus ciudadanos y éste, a su vez, de las rentas salariales y no salariales que se perciban. Obviamente debemos aspirar a que España avance no sólo hacia el pleno empleo, sino hacia un pleno empleo altamente productivo y, por consiguiente, altamente remunerado (tal como sucede en Suiza, Singapur o Australia). Y para ello no sólo necesitamos de un mercado laboral liberalizado sino, sobre todo, de un marco institucional que permita la sostenida acumulación de riqueza.
Es decir, necesitamos de un marco institucional donde sea posible acumular capital a todos los niveles: capital físico, capital humano, capital tecnológico, capital financiero y capital social. Es la combinación sinérgica de todas estas variantes de capital con el trabajador lo que le permite a este último multiplicar su productividad y su remuneración (como ha sucedido históricamente en Suiza, Singapur o Australia, y también en Alemania, Dinamarca, Suecia o EEUU).
Por desgracia, las políticas del Gobierno del Partido Popular no se han orientado a favorecer la acumulación de capital a largo plazo, sino a fagocitar el escaso capital disponible en el interior de nuestro país con el ruin objetivo de sufragar el hiperEstado español: agresiva fiscalidad contra el ahorro, aplastante endeudamiento público, rescate de entidades financieras quebradas a costa del contribuyente, elevadas y discrecionales barreras regulatorias a la inversión, férrea planificación centralizada de la educación o invasivo asalto a la independencia judicial. Nada de lo cual fomenta la generación de ahorro interno y la atracción de capitales extranjeros.
En suma: bien está que la tímida liberalización del mercado laboral no ilegalice la creación de parte del único empleo que nuestro asolado tejido empresarial es capaz de crear a corto plazo (el empleo poco productivo), muchísimo mejor estaría que no lo obstaculizara en absoluto y, sobre todo, que la política económica se orientara a la creación de un marco jurídico liberalizado, estable y amigable con el ahorro para así fomentar la inversión a largo plazo y, por ende, la creación de empleos altamente productivos y altamente remunerados. Mas parece que el PP se conforma con una vegetativa y frágil recuperación de algunas macromagnitudes hasta las siguientes elecciones generales: todo lo demás no toca.