Aunque la agricultura sólo representa el 1,8% del PIB de la Unión Europea, acapara más del 35% de su presupuesto: su valor añadido anual apenas alcanza los 235.000 millones de euros mientras que las subvenciones anuales, en forma de ayudas directas y planes de desarrollo rural, ascienden a cerca de 50.000 millones de euros.
Es obvio, pues, que estamos ante un sector hipersubsidiado cuyo principal cliente no es el consumidor, sino los burócratas de Bruselas. Variables empresariales tan esenciales como el tipo de producto comercializado, el método de cultivarlo y distribuirlo, el tamaño de las explotaciones -esto es, el grado de integración horizontal y vertical- o la estrategia de precios, todas ellas se deciden pensando prioritariamente en la Comisión Europea -en sus subsidios y en sus regulaciones- antes que en el consumidor final.
El agro europeo, y también el español, no está adaptado competitivamente al mercado porque los políticos europeos se han encargado durante décadas de desmantelarlo, de maniatarlo y de subordinarlo a los providentes fondos de la PAC. Por eso, ante la primera noticia de turbulencia sectorial, los correspondientes lobbies agrarios rápidamente se coaligan para cabildear tanto al comisario -descriptivo nombre- europeo de Agricultura, Dacian Ciolos, como a la ministra española del ramo, Isabel García Tejerina. El caso más reciente ha sido el de los omnipresentes lamentos de que el sobreexcedente productivo generado por el buen tiempo primaveral unido al veto ruso a las exportaciones de alimentos europeos hundirán irremisiblemente los precios de melocotones y nectarinas, ocasionando importantes pérdidas sectoriales.
A este respecto, huelga recordar que todo negocio se halla sometido a muy variados riesgos, entre los que evidentemente se encuentran los riesgos climáticos o los riesgos regulatorios: asumir riesgos significa, justamente, que uno puede ganar pero que uno también puede perder. Por tanto, la única postura razonable ante esta tesitura es que los agricultores afectados bajen precios para dar salida a todo su excedente productivo y asuman por sí solos las correspondientes pérdidas (que serán mayores según el coste medio de cada explotación agraria: es decir, según su eficiencia relativa).
Pero no. En nuestra completamente adulterada economía de mercado, parece que el sentido común de las reglas de juego debe ser alterado a discreción de los intereses de los gobiernos y lobbies de turno: las ganancias, a menudo nutridas de previas subvenciones milmillonarias, se privatizan; y las pérdidas, ya sean de bancos, autopistas, automovilísticas, constructoras o agricultores, se socializan. El contribuyente, cómo no, siempre paga. Esta ocasión no ha sido una excepción.
Así, Bruselas tratará de impedir el natural y necesario abaratamiento de los sobreabundantes melocotones y nectarinas adquiriendo a precios inflados varios miles de toneladas para, posteriormente, retirarlas del mercado. O dicho de otro modo, Bruselas dilapidará nuestro dinero para encarecer la fruta que diariamente compramos en el mercado. Apaleamiento por ración doble: primero como contribuyentes, después como consumidores.
Por su parte, el Gobierno de España no se queda atrás. La propia ministra de Agricultura se ha autoproclamado esta misma semana capataza mayor del lobby agrario español para defender ante Bruselas sus privativos intereses en contra de los mucho más legítimos intereses de los consumidores y contribuyentes patrios. Sin ir más lejos, Tejerina nos ha exhortado a todos los españoles a consumir más melocotones y nectarinas con tal de sostener su demanda, olvidándose del pequeñísimo detalle de que estaríamos gustosos de consumir más fruta si sus cuates bruselenses no se dedicaran a encarecerla artificialmente. Ministra, anote esta muy básica ley económica: a menor precio, mayor demanda; a mayor precio, menor demanda. Si quiere que consumamos más, permita que bajen los precios. Si no, no nos reclame la cuadratura del círculo. Pero el PP nunca defrauda: esté quién esté en sus Ministerios, ora el rajoyano Cañete ora la rajoyano-cañetista Tejerina, siempre hallamos una imperturbable continuidad en el populismo liberticida.
Por supuesto, no existe ninguna buena razón para aceptar esta omnipresente intervención estatal sobre el campo español. Los propios agricultores deberían ser los principales interesados en liberarse de los grilletes bruselenses que sólo los condenan a una subsidiada irrelevancia. El contraejemplo más contundente lo encontramos en Nueva Zelanda, país que hace 30 años optó por suprimir todos los subsidios agrarios y que, gracias a ello, se ha convertido en una potencia mundial en este sector. No en vano, el 90% de su producción agraria es competitivamente exportada al resto del mundo y su contribución al PIB alcanza directamente el 5% (más del doble que en la hipersubvencionada UE), e indirectamente el 15%.
En las ilustrativas palabras de Mark Ross, director general de Federated Farmers, uno de los principales sindicatos agrarios de Nueva Zelanda: “La eliminación de todos los subsidios agrarios en Nueva Zelanda dio paso a una vibrante, diversificada y dinámica economía rural, derribando el mito de que la agricultura no puede prosperar sin subsidios”. Apliquémonos el cuento y enterremos de una vez tanto la Política Agraria Común como los populismo lobísticos de PP y PSOE.