Durante años se nos ha repetido machaconamente que la causa fundamental de la crisis económica española era el desplome del gasto interno: si queríamos salir con rapidez de la depresión no nos quedaba otra que reanimar nuestros desembolsos para así fomentar la contratación de los numerosos parados.
El círculo virtuoso se antojaba obvio: más gasto interno implicaba más producción interna; a su vez más producción interna conllevaba más contratación interna; y, por último, más contratación interna animaba una nueva ronda de mayor gasto interno.
Algunos, sin embargo, ya alertamos en su momento de que el problema esencial de España no era de falta de demanda, sino de falta de una adecuada oferta interna: de un “modelo productivo” capaz de satisfacer las necesidades de la demanda.
A la postre, en 2008 se vino abajo el chiringuito productivo de España, basado en una hipertrofiada industria de la construcción alimentada por el endeudamiento exterior. Desde entonces, no ha habido cambio de modelo alguno: el valor añadido anual de la construcción y de las actividades financieras se ha desplomado en 80.000 millones de euros, mientras que el de la agricultura, la industria, las telecomunicaciones o los servicios profesionales, lejos de subir, han caído en otros 10.500 millones de euros. Sólo la hostelería, el comercio, el transporte o las actividades recreativas han compensado parcialmente tal desplome con un aumento de su valor añadido anual de 13.000 millones de euros.
Es decir, en 2013 todavía no habíamos encontrado reemplazo alguno para el modelo productivo de 2008 (y las tendencias a comienzos de 2014 se mantienen: industria estancada y telecomunicaciones estancadas, salvo por un leve repunte de los servicios profesionales y de las actividades recreativas).
Nuestra economía, pues, se mantenía grosso modo instalada en las ruinas de la burbuja inmobiliaria, de forma que cualquier incremento significativo del gasto interno únicamente nos permitía aumentar aquello que estábamos capacitados para producir: ladrillo.
Sí: en contra de lo que ingenuamente blasonan quienes sentencian que todo es un problema de demanda, si no transformamos previamente nuestro aparato productivo, un mayor gasto interno sólo puede incrementar la producción de ladrillo. Volver a 2008, es decir, a la burbuja inmobiliaria. Mas como no parece que los españoles deseen gastar más en ladrillo, ¿hacia dónde se filtrará necesariamente el mayor gasto interno? En efecto: hacia las importaciones (esto es, hacia la producción exterior que sí es demandada, pero no producida, por los españoles).
Así, durante la primera mitad de 2014 -esos pletóricos seis meses en los que el crecimiento económico ha regresado a España-, las importaciones de bienes han vuelto a crecer por primera vez desde 2010 y lo han hecho un ritmo interanual superior al 6%, duplicando de ese modo el déficit comercial que exhibimos durante el primer semestre de 2013. Dado que queremos gastar más y dado que aquello que queremos adquirir no somos capaces de manufacturarlo dentro (no hemos cambiado el modelo productivo), no nos queda más remedio que traerlo desde fuera.
El asunto no sería problemático si, paralelamente al aumento de las importaciones, también incrementáramos las exportaciones: por ejemplo, queremos consumir más petróleo que en 2013 pero como evidentemente no podemos producirlo dentro de España, fabricamos más jamón ibérico para intercambiarlo por el petróleo. Pero las exportaciones llevan inquietantemente estancadas desde hace ocho meses, con la única honrosa salvedad del turismo: dado que no hemos cambiado el modelo productivo de España tampoco somos capaces de fabricar cantidades crecientes de aquellas mercancías demandadas por los extranjeros.
Resultado: el mayor gasto interno se topa con una oferta no reestructurada y, por tanto, se filtra hacia el exterior. La demanda interna de bienes extranjeros (importaciones) crece sin un aumento proporcional de la oferta de bienes nacionales demandados por los extranjeros (exportaciones). Compramos más fuera pero sin vender más fuera: es decir, volvemos a endeudarnos con el exterior en lugar de empezar a repagar nuestra voluminosísima deuda externa.
Mientras los extranjeros nos continúen proporcionando financiación para seguir viviendo de prestado, acaso podamos mantenernos en la inestable calma actual. Pero si no transformamos intensamente nuestro modelo productivo (para exportar más o para producir dentro parte de lo que ahora importamos), ¿qué sucederá cuando los extranjeros se den cuenta de nuestra intrínseca incapacidad para amortizar el gigantesco capital que les adeudamos (equivalente al 100 por cien del PIB)? Pues que nos cerrarán el grifo, arriesgándonos a revivir los trágicos sucesos de 2009 o, todavía peor, de 2012.
Llegados a este punto, resulta absolutamente imprescindible que el Gobierno abandone la injustificada complacencia en la que vive instalado desde hace ya algún tiempo merced a una recuperación asentada, de nuevo, en el endeudamiento: que se olvide definitivamente de las “políticas de estímulo de la demanda” (¿queremos estimular todavía más las importaciones?) y que comience a implementar auténticas políticas de oferta.
Es decir, recortes del gasto público que permitan reducir sosteniblemente la carga impositiva y liberalizaciones de todos los mercados, incluyendo el laboral. Más capital privado y más libertad económica: las dos recetas clave para la prosperidad. Pero, por supuesto, el Gobierno no hará nada de todo ello: hace meses que dejó bien claro que prefiere finiquitar electoralistamente la legislatura aunque ello suponga hipotecar el futuro no muy lejano de nuestra economía nacional.