La inflación se halla en retroceso en todo Occidente: el IPC de EEUU apenas alcanza el 2%, en Inglaterra se ubica en el 1,6%, en Japón roza el 1,3%, en la eurozona se halla en tan sólo el 0,4% y en España incluso experimentamos una moderada deflación con el -0,3%.
A la vista de tales guarismos, la conclusión parecería obvia: la inflación no es un problema y, por consiguiente, los bancos centrales deberían aplicar sin temor políticas monetarias hiperexpansivas que reanimaran la economía. A la postre, EEUU, Reino Unido o Japón llevan años haciéndolo y hasta la fecha los precios no se han disparado.
¿A qué viene tanta mojigatería contra la inflación cuando ésta no asoma sus lupinas orejas? Por política monetaria expansiva cabe entender una mayor laxitud crediticia por parte del banco central. A saber, el instituto emisor ofrece mejores y más asequibles condiciones de financiación a la banca, a los gobiernos o, con menor frecuencia, a familias y empresas.
El objetivo es que las condiciones crediticias del conjunto de la economía se relajen para que los distintos agentes vuelvan a endeudarse y a gastar merced a esa deuda. Crecimiento basado en el apalancamiento. En sí misma, la deuda no es negativa: constituye un legítimo mecanismo de financiación para adelantar el consumo futuro o para organizar nuevos planes de negocio. El abuso de la deuda, sin embargo, sí es perjudicial: cuando el precio del crédito se abarata artificialmente para adelantar desproporcionadamente el consumo venidero o para promover planes de negocio con una tasa de retorno cuasi nula, se quiebra la coordinación entre el presente y el futuro, dando lugar a economías disfuncionales y zombificadas.
Nada de esto significa necesariamente inflación: sólo cuando ese torrente de gasto apalancado se topa con una economía operando a plena capacidad operativa (o con serios cuellos de botella), los precios aumentan de manera generalizada. Pero que una economía no esté funcionando a plena capacidad (o carezca de cuellos de botella) no significa que no pueda estar sucumbiendo bajo la bota de la deuda y de las malas inversiones.
Póngase, pues, el acento dónde se debe: el problema crucial de una expansión desproprocionada del crédito barato no son las alzas de precios que puede eventualmente conllevar, sino la esclerosis y el hiperendeudamiento que siempre engendra. La inflación puede ser una exteriorización de los efectos nocivos del crédito barato, pero no deberíamos confundir los síntomas con la enfermedad profunda.
En la actualidad, el sector privado de la gran mayoría de economías occidentales se está desapalancando y existe abundante capacidad ociosa. Bajo estas condiciones, es muy complicado que la inflación pueda dispararse.
Apenas bastará una sencilla comparación para descubrirlo: entre 2001 y 2008, la deuda total de EEUU creció un 80% y la de España un 131%; en tales condiciones, el IPC de EEUU se expandió a una tasa media del 2,5% anual y el de España, al 3,3%.
Entre 2008 y 2013 la deuda total de EEUU se ha incrementado un 21% y la de España un 6% (y, en consecuencia, el IPC ha aumentado menos: el de EEUU lo ha hecho a una media anual del 2,1% y el de España a una del 1,75%). ¿Cómo esperar una elevada inflación con el endeudamiento ralentizado? Harto improbable.
Ahora bien, que la laxitud monetaria promovida por los bancos centrales desde 2008 no haya dado paso a una intensa inflación no significa que no esté teniendo efectos nocivos.
Primero, las facilidades de financiación a la banca han permitido que esta ralentice el proceso de saneamiento de sus balances, otorgando refinanciaciones continuadas y asequibles a sus deudores insolventes (Japón es el caso paradigmático).
Segundo, las promesas de tipos de interés futuros por parte de los bancos centrales (forward guidance) consolidan un clima de bajos tipos de interés que desalienta el desapalancamiento de familias y empresas.
Tercero, las laxas políticas monetarias de los bancos centrales sí han contribuido en distintos grados a depreciar sus divisas, generando una inestabilidad monetaria global (guerra de divisas) que socava la división internacional del trabajo.
Cuarto, las garantías otorgadas por los diversos bancos centrales a la deuda pública (“haré todo lo que sea necesario”) han reforzado el papel de ésta como activo de reserva mundial, facilitando enormemente el margen de endeudamiento (y de despilfarro de capital) de los Estados.
Y quinto, la sobreabundante liquidez generada desde 2008 sí ha terminado contaminando los precios de ciertos activos, como la deuda corporativa de alto riesgo, las inversiones en países emergentes o incluso determinados mercados inmobiliarios occidentales. En suma, del mismo modo que la hipotermia no se combate induciendo una fiebre, el sano desapalancamiento no se contrarresta con una nueva ronda de insostenible apalancamiento, ni la necesaria deflación se solventa tratando de generar una distorsionante inflación.
Que el IPC no suba no debería servir de excusa para que los bancos centrales promovieran y premiaran un nuevo ciclo de sobreendeudamiento dentro de la economía: al cabo, aun cuando entre 2001 y 2008 el IPC no hubiese experimentado variación alguna en España o en EEUU, la devastación engendrada por la laxitud crediticia de los bancos centrales habría sido exactamente la misma. No utilicemos el bajo IPC como un tramposo salvoconducto para alimentar nuevas burbujas.