El populismo fiscal es una treta consistente en bajar los impuestos no por convicción, sino por conveniencia electoralista; no merced a un ajuste estructural de las cuentas públicas que permita asumir sosteniblemente esa merma de recaudación, sino mediante la emisión insostenible de deuda pública; no de manera cuantiosa y decidida preocupándose por rellenar el bolsillo de los ciudadanos, sino de forma cicatera y manipuladora pensando en los engañosos titulares de prensa que posibilitará.
Desde mediados de 2013, y de manera más acelerada en los últimos meses, el PP ha venido practicando ese género de populismo fiscal. Una vez Mario Draghi consiguió estabilizar la prima de riesgo del Sur de Europa con su mágico Whatever It Takes, el PP aprovechó para prometer ridículas reducciones de impuestos que le permitieran vender a parte de sus desencantados votantes que los principios del partido seguían siendo aquellos que meses antes se habían dedicado a pisotear con contumacia.
Primero fue Monago, después Feijóo, más tarde Cospedal, luego Alberto Fabra y finalmente, cómo no, Montoro. Todos ellos se fueron comprometiendo a desplegar unas exiguas rebajas fiscales -que apenas revierten un pequeñísimo porcentaje de los sablazos que previamente ellos mismos han infligido a los españoles- durante el muy electoral año 2015 y a pesar de mantener unas cuentas públicas grotescamente desequilibradas.
Pero pese a ese persistente desajuste presupuestario y pese a que también se ha puesto punto final a todos los recortes del gasto (de hecho, muchos de ellos se están revirtiendo: el prometido aumento de poder adquisitivo para los pensionistas; el restablecimiento de la paga extra suspendida a los empleados públicos en 2012; la reactivación de la obra pública, etc.), el PP no ha vacilado a la hora de comprar votos con cargo al endeudamiento del Tesoro.
Los mismos argumentos que en 2012 valían para justificar el redoblado parasitismo tributario de Cristóbal Montoro sirven ahora para aliviarlo de manera marginal; los mismos personajes que defendían el saqueo fiscal apelando a la responsabilidad política frente a la literalidad de su programa electoral, proclaman hoy a la necesidad de terminar la legislatura con la consigna propagandística de haber cumplido el programa aun a costa de enterrar cualquier amago de responsabilidad política.
Ese es justamente el populismo fiscal que está practicando el PP desde hace un año: utilizar los aguinaldos tributarios prometidos para 2015 como reclamo electoral financiado por los contribuyentes futuros. Una modalidad socialmente aceptada de corrupción política, moral y económica -ésa de dilapidar el dinero arrebatado al contribuyente para tejer redes clientelares y comprar votos- que un PP oportunista y falto de ideas ilusionantes pretende convertir en uno de los ejes de su campaña.
Y, ciertamente, el artero ventajismo popular acaso podría haber quedado camuflado bajo los ropajes broteverdistas de una recuperación que se nos vestía como imparable e irreversible por parte de La Moncloa y de sus periodistas amanuenses. Pero la acelerada desaceleración europea va volviéndose cada vez más evidente y sus efectos sobre la economía española, cada vez más difíciles de ocultar: incluso el ministro de Economía, Luis de Guindos, se ha visto obligado a enfriar el hasta la fecha desaforado optimismo gubernamental reconociendo que el parón europeo afectará a España. Es precisamente en ese contexto de marea baja, de expectativas estancadas y compungidas, donde el populismo fiscal del PP resulta más injustificable y esperpéntico.
Así, iniciamos un curso político en el que el PP se parapetará detrás de la anestesiada prima de riesgo para apuntalarse en el poder girando cheques a nombre del contribuyente; un curso en el que la utilización partidista del BOE, el servilismo de la prensa afecta y el populismo fiscal se combinarán para reescribir la reciente historia rajoyana de España. Mas no deberíamos olvidar que el PP ha sido, y seguirá siendo hasta el final de la legislatura, el partido que más ha aumentado los impuestos en nuestra historia reciente. Sus cheques-bebés fiscales financiados con deuda pública merecen tanta credibilidad como las convicciones liberales de Rajoy o Montoro: ninguna. No caigamos en su trampa.