El escándalo de las tarjetas black de Caja Madrid sacude a España en un momento de depresión deflacionista: quiebras empresariales, desempleo masivo, salarios decrecientes y elevadísimo endeudamiento, combinado todo ello con una clase política que muestra su perfil más sádicamente extractivo al multiplicar los impuestos para evitar reducir el gasto público.
El ambiente, por tanto, se halla comprensiblemente caldeado y noticias como que la alta dirección de Caja Madrid disfrutaba de unas remuneraciones todavía más cuantiosas de las oficialmente conocidas hasta la fecha molestan a numerosas personas. De hecho, tales circunstancias parecen reforzar el mensaje indignado de que la crisis actual es una estafa pergeñada por una oligarquía castuza que comprende a casi todos los partidos políticos y sindicatos con el único objetivo de saquear al ciudadano. De los polvos de las tarjetas black vienen los lodos de la depresión actual.
En aras de evitar caer en el populismo exacerbado confundiendo la luna y el dedo convendría, sin embargo, discriminar qué elementos del escándalo de las tarjetas black resultan verdaderamente mollares y cuáles, en cambio, tienen una importancia relativamente menor. Nos equivocaríamos por entero si el amarillismo que necesariamente rodea a la noticia nos impidiera extraer las lecciones verdaderamente pertinentes.
De hecho, me atrevería a decir que lo crucial ni siquiera son los posibles delitos societarios de falsedad contable (por no reflejar las tarjetas black en la contabilidad oficial de la entidad) o de administración desleal (disposición fraudulenta del patrimonio de la entidad en beneficio de los administradores). No porque no tengan su importancia intrínseca (evidentemente, es necesario instruir y juzgar el caso para determinar si, en efecto, ha habido delito y, en tal circunstancia, imponer las debidas sanciones), sino porque delitos societarios se cometen todos los días en España sin que éstos se conviertan en un escándalo nacional del que extraer hondas moralejas políticas.
Si el caso de las tarjetas black resulta relevante es por dos vicios de base: uno, Caja Madrid era una caja de ahorros controlada por partidos políticos y sindicatos para su privativo lucro (a imagen y semejanza, por cierto, de todas las otras cajas de ahorros); dos, Caja Madrid -es decir, Bankia- fue recapitalizada con el dinero de todos los contribuyentes. O dicho de otra manera, Caja Madrid, al igual que el resto de cajas, era de facto banca pública. Y al tratarse de banca pública, el latrocinio de sus administradores desborda el ámbito estrictamente privado (las relaciones contractuales entre esos administradores y sus accionistas) para convertirse, muy a nuestro pesar, en un asunto que nos afecta a todos.
A este respecto acaso convenga señalar que el tronco común de ambos vicios es la grotesca intervención del sector estatal en el ámbito financiero, ya sea para regentar sus propios bancos (cajas de ahorros) o para dilapidar el dinero del contribuyente en rescatarlos. Como decíamos, si el Estado no hubiese metido sus manazas y nuestro dinero en las cajas, las tarjetas black de Caja Madrid serían un asunto menor a dilucidar entre sus directivos y sus accionistas privados. Pero no: Caja Madrid era un instrumento del Estado -y de los lobbies que acampan a su alrededor- así como un agujero negro para los contribuyentes. Ése es el verdadero pecado original que el escándalo de las tarjetas black, nuevamente, pone de manifiesto.
Llegados a este punto, caben dos posibles interpretaciones. Una es la liderada por Podemos: el problema de fondo no es el extraordinario intervencionismo estatal a la hora de controlar un banco público y el dinero del contribuyente, sino que las personas que detentaban ese gigantesco poder no lo hacían en aras del bien común, sino de su bien particular; en tal caso, la solución apenas pasa por colocar al frente de ese poder absoluto a las personas adecuadas (Podemos).
La otra interpretación es la defendida por los liberales: el problema sí es el extraordinario intervencionismo estatal a la hora de restringir las libertades de los ciudadanos, puesto que la corrupción, el abuso y los errores sistemáticos son consustanciales a la concentración de poder. Y, en tal caso, la solución pasará esencialmente por reducir el tamaño del Estado para devolverles a los individuos la soberanía que les ha sido arrebatada: no más Estado con otras caras, sino más sociedad y menos Estado.
Tal vez, que todos los que hayan pasado durante las últimas décadas por Caja Madrid -PP, PSOE, IU, CCOO, UGT y CEOE- se hayan corrompido y hayan abusado de su poder debería darnos una pista de qué interpretación resulta más verosímil: si todos se corrompen y todos abusan del poder absoluto, quizá el verdadero problema esté en ese poder absoluto.