El 3% no era sólo catalán: también era madrileño, valenciano, murciano, castellano-manchego y, en definitiva, púnico. No era sólo CiU: también PP, PSOE, IU y agrupaciones independientes. Corrupción transversal que no entiende ni de territorios ni de formaciones políticas.
Acaso sea cierto que, como proclama Podemos, vivamos sometidos a un complot entre los muy variopintos miembros de la casta; o acaso quepa una explicación más sencilla: la estructura del Estado español -su tentacular intervencionismo, su radical arbitrariedad, su orquestada opacidad o su tranquilizante impunidad- es esencialmente corruptora.
Evidentemente, la corrupción no depende sólo de factores institucionales: no todos los individuos son corruptibles y no todas las sociedades toleran culturalmente tan bien la corrupción. Pero los factores institucionales sí constituyen buena parte de la explicación. Al cabo, uno tan solo puede corromperse si tiene la voluntad y la oportunidad de corromperse.
En este sentido, la estructura del Estado español proporciona amplísimas oportunidades no sólo para que las más altas instancias del poder político obtengan generosas mordidas a cuenta de su actividad, sino para que incluso el más torpe de los concejales del poblado más recóndito de España pueda lucrarse a costa de los bolsillos y de las libertades de los ciudadanos.
Los motivos de semejante latrocinio mafioso no son, claro está, que nuestros mandatarios disfruten de demasiado poco poder, sino al contrario: que poseen demasiado. Son los políticos quienes, al manejar un ingente presupuesto público y disponer de un desproporcionado poder regulatorio, son capaces de alterar los castigos y las recompensas que natural y voluntariamente emergen en un mercado libre. En la arena política, aquellos que se acercan a los gobernantes se enriquecen, aun cuando no generen nada de valor para el conjunto de la sociedad, y aquellos otros que se alejan de los gobernantes son arrinconados e incluso deliberadamente empobrecidos.
A partir de ese momento, comienza a desarrollarse la figura del empresario-político: aquel que no concentra sus esfuerzos en satisfacer las necesidades de los consumidores ofreciéndoles buenos productos a precios competitivos sino aquel que trata de granjearse el favor del cacique estatal a través de todo tipo de favores, parabienes o corruptelas. Es decir, los incentivos cooperativos consustanciales al mercado desaparecen y pasan a ser reemplazados por los incentivos parasitarios consustanciales al Estado.
Nadie debería sorprenderse, pues, de que buena parte de nuestros políticos se haya repartido el dinero de todos los españoles como si de un botín personal se tratara: a todos los efectos lo era. Lo único que restaba por hacer era arbitrar un mecanismo con el que integrarlo dentro de sus patrimonios personales sin que el contribuyente se enterara. Y ese mecanismo extractor es el que han venido desplegándolo durante las últimas décadas y cuyos detalles más superficiales estamos comenzando a conocer en múltiples focos dispersos por toda la geografía nacional.
Llegados a este punto, caben dos alternativas: o tratar de entregarle ese poder omnímodo del Estado a un tirano benévolo y honrado, o tratar de minimizar ese poder omnímodo del Estado para reducir al máximo las posibilidades de corrupción. La primera opción, aparte de abiertamente antiliberal, es hondamente ingenua: el tirano benévolo no sólo es susceptible de ser a su vez corrompido, sino que además será incapaz de controlar a los centenares de miles de cargos públicos igualmente corruptibles que integran los distintos niveles de la administración. Como mucho podrá nombrar controladores internos que a su vez serán corruptibles según las componendas que puedan alcanzar.
La segunda opción, minimizar el poder arbitrario del Estado a la hora de determinar quién se enriquece y quién se empobrece en este país, es la tradicional vía liberal: dado que el poder absoluto corrompe absolutamente, es menester reducir ese poder a su mínima expresión. Privado el gobernante de poder, éste no podrá abusar de él para corromperse.
Por desgracia, los españoles siguen creyendo religiosamente que la política es la solución a los problemas generados por la hipertrofia de la política dentro de nuestras sociedades. Por eso ansían echarse a los brazos de un nuevo mesías estatal que regenere la forma sin solventar las miserias del fondo: porque atajar las miserias del Estado pasa por acotar su poder y las emergentes alternativas políticas tan sólo aspiran a multiplicarlo. Las vanas esperanzas de hoy serán las merecidas decepciones de mañana.