Imaginen que España fuera una gran cooperativa donde toda su producción se repartiera equitativamente entre todos los trabajadores. ¿Qué creen que habría sucedido en tal caso a partir de 2007, esto es, a partir del pinchazo de la megaburbuja inmobiliaria y crediticia? Pues, claramente, que el salario medio de cada trabajador español se habría reducido o, de haberse mantenido constante, que el número de trabajadores con empleo habría caído. La moraleja del experimento mental es sencilla de comprender: cuando la producción agregada de un país se desploma, por necesidad las rentas agregadas distribuidas en el interior de esa economía deben, a su vez, disminuir.
Así, más allá de un discurso populachero, resulta bastante obvio que, con el advenimiento de la crisis económica actual, muchos salarios en España debían minorarse y muchos puestos de trabajo debían desaparecer. La composición de nuestra producción agregada de 2007 -mucho ladrillo financiado a crédito- era claramente insostenible y la reestructuración de esos patrones de producción necesariamente pasaba por que muchos trabajadores dejaran de dedicarse a fabricar ladrillo (o bienes complementarios al mismo) y que otros tantos vieran desinfladas sus remuneraciones por depender de la exuberancia del endeudamiento agregado.
Lo reclamable, en todo caso, era que el imprescindible reajuste de rentas no fuera arbitrario: que los perdedores de la crisis no fueran arbitrariamente seleccionados por algún artero proceso político y que, además, se recolocaran tan rápido como el reajuste económico lo permitiera. Por desgracia, nuestro país ha mostrado su lado más antiliberal durante esta crisis, por cuanto muchas de las redistribuciones de la renta ocasionadas a cuenta de la crisis no han tenido relación alguna con el proceso de saneamiento de nuestra economía.
Por un lado, todos somos conscientes de que muchos capitalistas no han perdido cuanto deberían haber perdido a cuenta de sus malas inversiones: los acreedores de las cajas de ahorros (y de otros sectores afines al régimen) han sido rescatados con dinero de todos los contribuyentes, convalidando sus errores de inversión a través de la socialización de sus pérdidas.
Se trata de una decisión totalmente anómala, pues el capitalista se hace merecedor de un retorno en la medida en que asume riesgos al inmovilizar su capital en proyectos que generen riqueza: lo que no es en absoluto de recibo es que se le salvaguarde de sus riesgos y que obtenga rendimientos aun cuando haya destruido riqueza. Pero a eso se ha dedicado nuestro Gobierno: a saquear a los españoles para tapar los agujeros de algunos inversores.
Por otro, no todos los trabajadores que han padecido los rigores de la crisis los han sufrido por haber dejado de generar valor. Esta misma semana, la Comisión Europea denunciaba que el ajuste salarial español había sido “lento, ineficiente e injusto”. ¿La razón? Tanto el desempleo como las reducciones salariales han recaído especialmente sobre los trabajadores con contrato temporal, debido al blindaje contractual de que disfrutan aquellos empleados con contrato indefinido merced a la interferencia estatal en nuestro derecho laboral (la famosa dualidad de nuestro mercado de trabajo). Dicho de otra forma: durante esta crisis, y por culpa del manoseo regulatorio, la mayoría de los que han perdido su puesto de trabajo no son los empleados que menor valor generaban en relación con el salario percibido, sino simple y llanamente aquellos que resultaba menos caro despedir, aun cuando fueran los que mayor valor generaran.
En definitiva, el intervencionismo estatal durante la depresión, tanto en materia de rescates como de regulación laboral, ha contribuido a distorsionar, prolongar y dificultar el proceso de saneamiento de nuestra economía: se ha salvado a los capitalistas que se equivocaron a costa del contribuyente y a los trabajadores indefinidos que menor valor generaban a costa de los empleados temporales. Un arbitrario y negligente dirigismo gubernamental que, con la excusa de proteger a una parte de la población, ha terminado desprotegiendo a todos los demás y, para más inri, alargando innecesariamente la crisis.
Como en tantos otros asuntos, a España le ha faltado libre mercado y le han sobrado privilegios estatales. Mas aún estamos a tiempo de rectificar para no volver a cometer los mismos errores: no perdamos más tiempo en liberalizar íntegramente el mercado laboral y en suspender cualquier rescate pendiente a acreedores privados. La libertad y la prosperidad de los españoles lo agradecerán.