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La casta es el Estado

por Laissez Faire Hace 10 años
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El caso de la beca de Íñigo Errejón en la Universidad de Málaga es ciertamente anecdótico en comparación con las toneladas de macrocorrupción presentes en el resto de formaciones políticas dominantes. Resultaría casi sonrojante asimilar un contrato universitario para la ejecución de un proyecto de investigación –por muy cuestionables que hayan sido las circunstancias que han rodeado su concesión– con las tramas de expolio organizado reveladas en los casos Gürtel, ERE y Púnica.

Ahora bien, que la gravedad de los casos sea incomparable no significa que no puedan extraerse ciertas lecciones del asunto. A la postre, la contratación de Errejón ha estado rodeada de un indudable tufillo nepotista: el director del proyecto al que se incorporó Errejón era su amigo, y ahora también dirigente de Podemos, Alberto Montero; y si Montero pudo contratar dedocráticamente a Errejón, así como agraciarle con unas condiciones laborales harto generosas (elevado sueldo y posibilidad de prestar sus servicios desde Madrid), fue debido a que gozaba de un muy elevado margen de discrecionalidad a la hora de gestionar el dinero público asignado al proyecto. Por tanto, como decía, sí es posible sacar ciertas conclusiones.

1) La casta no está únicamente integrada por la alta dirección de la Administración Pública, esto es, por el Gobierno y sus subalternos más inmediatos. Al contrario, la casta impregna todos los niveles de la Administración en los que el empleado público de turno disfruta de ciertas potestades discrecionales: en la medida en que un empleado público pueda arrimar el ascua a su sardina en el ejercicio de su discrecionalidad, tendrá en todo momento la tentación de aprovecharse personalmente de ese poder. El caso de las universidades españolas probablemente sea de los más conocidos, en especial por todos aquellos que hemos caminado por dentro de las tripas del monstruo, pero no es ni mucho menos único: junten poder y naturaleza humana y obtendrán casos reiterados de abuso de poder, esto es, de corrupción (de corrupción no necesariamente ilegal).

2) Dado que una Administración Pública omnicompetente necesita tomar (muchas) decisiones atendiendo a las circunstancias particulares de cada caso, alguna instancia dentro de ella deberá disfrutar, por definición, de un cierto margen discrecional para decidir. Lo mismo sigue sucediendo si la propia Administración crea supervisores internos que controlen el buen o mal uso de ese poder discrecional por parte de los empleados públicos: estos supervisores dispondrán, a su vez, de poder discrecional para sancionar (o no) a sus supervisados, gestándose así nuevas oportunidades de corrupción. De ahí que no sea posible eliminar la discrecionalidad de la genética de la burocracia administrativa y, por tanto, tampoco el germen de la corrupción.

3) La conocida milonga de Podemos de que para acabar con la corrupción basta con reemplazar a la mala casta actual por la buenaneocasta emergente es completamente falaz. El problema de la corrupción no se circunscribe al Gobierno de la nación, sino a todos los niveles administrativos con potestades discrecionales: y ni siquiera Podemos aspira a reemplazar a todos los actuales empleados públicos por nuevos e incorruptibles funcionarios. Es más, aunque lo hiciera no queda claro qué conseguiría con ello: los nuevos funcionarios de Podemos se enfrentarían a idénticos incentivos perversos, pudiendo caer en análogas tentaciones. El caso de Errejón, de hecho, ilustra que personas presuntamente honestas e intachables (ni me interesa ni pretendo prejuzgar a las personas) también incurren en comportamientos como poco cuestionables toda vez que palpan algo de poder.

4) En vista de lo anterior, las dos únicas formas de terminar con la corrupción son, por un lado, incrementar los controles exógenos sobre el ejercicio de la potestad discrecional de los empleados públicos y, por otro, reducir los ámbitos competenciales de los empleados públicos. Podemos apuesta radicalmente por la primera vía: ya sea reclamando la independencia judicial o el control democrático (revocatorio) de la función pública. El problema es que es cognitivamente imposible que los jueces o “el pueblo” controlen las decisiones diarias de millones de empleados públicos; en especial si, como propone Podemos, se incrementa todavía más el ámbito competencial del Estado. Por ejemplo, es absurdo pensar que un tribunal independiente o el pueblo soberano en su conjunto serán capaces de controlar si cada uno de los miles de contratos de investigación de las universidades públicas españolas suponen un abuso del poder discrecional de los directores de proyecto o no. De ahí que ningún país del mundo haya conseguido eliminar la corrupción vinculada a una Administración pública gigantesca: como mucho, ha logrado que la corrupción se sofistique y camufle para evitar que su ciudadanía la detecte y la sancione (sí, también en Dinamarca). ¿O es que acaso pensaban que los burócratas no se adaptan estratégicamente a los controles que se les interpongan?

Así pues, la única solución de verdad contra la corrupción pasa por minorar los ámbitos competenciales del Estado, esto es, por reducir su tamaño y el alcance de sus intervenciones: si el Estado no se ocupa de regular un área determinada de la sociedad, carecerá en esa área de poder discrecional susceptible de ser corrompido (por ejemplo, si no se sufragan con dinero del contribuyente proyectos de investigación sobre las “políticas públicas para la desmercantilización de la vivienda en Andalucía” no habrá margen de corrupción posible al respecto). Es más, un Estado pequeño –con pocos funcionarios y pocas decisiones discrecionales– sí es un Estado mucho más fácil de fiscalizar por tribunales independientes y por la ciudadanía en su conjunto. Pero Podemos propone justo lo opuesto: no reducir el Estado, sino multiplicarlo.

5) Es verdad que la reducción del tamaño del Estado no garantiza que la corrupción no se traslade del ámbito estatal al ámbito privado. Por ejemplo, la misma cuestionable concesión de un proyecto de investigación a un amigo podría haber tenido lugar –y tiene lugar diariamente– en el marco de las universidades privadas. La diferencia entre un caso y otro, sin embargo, es clave: la corrupción estatal, a diferencia de la privada, deriva del abuso de un poder que no le ha sido otorgado al Estado de manera unánime por todos los que la sufren. Por ejemplo, un ciudadano andaluz puede ser plenamente consciente del nepotismo y de la endogamia de las universidades públicas, pero carece de la libertad para dejar de financiarlas. En cambio, el accionista, el benefactor o el estudiante de una universidad privada corrupta hasta la médula son perfectamente libres de dejar de darle apoyo financiero y de dejar de relacionarse con ella en cuanto lo deseen. En otras palabras, la corrupción estatal es un asunto público porque los ciudadanos no podemos escoger no interactuar con el Estado: éste nos impone por la fuerza la interacción. Por consiguiente, la corrupción del Estado termina convirtiéndose en una extracción de rentas y de libertades de la mayoría que ignora o tolera la corrupción sobre la minoría que la conoce y la reprueba, sin que ésta minoría pueda defenderse por ninguna vía. En cambio, la corrupción privada es un asunto particular que sólo afecta a las partes voluntariamente implicadas, pudiendo cada cual defenderse de la misma finiquitando cualquier relación con el órgano corrupto (lo que no significa, claro, que cuando sea delictiva no deba ser perseguida por los tribunales).

Por eso, en definitiva, si queremos luchar contra la peor de las corrupciones, la impuesta por la fuerza, debemos luchar contra elEstado gigantesco. Es decir, debemos luchar contra el modelo de Estado que propugnan PP, PSOE y Podemos. El caso Errejón es relevante no por su gravedad intrínseca, sino porque pone de manifiesto las debilidades doctrinales y programáticas de su formación política a la hora de defender una vía de combatir la corrupción –el incremento del tamaño y del poder del Estado– que sólo contribuye a alimentarla.


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