Fue la promesa estrella de François Hollande para llegar al Palacio del Elíseo: un impuesto del 75% para aquellos salarios por encima del millón de euros. Se trataba de una propuesta que iba a imprimir nuevos bríos a la socialdemocracia europea, a apuntalar el Estado de Bienestar francés y a reducir las crecientes desigualdades en la patria de Piketty.
Un referente planetario que el resto del mundo inexorablemente terminaría abrazando después de que Reagan y Thatcher enterraran en los años 80 los altísimos tipos marginales máximos sobre la renta. Pero, en cambio, la montaña parió un ratón.
El hollandazo ha sido un completo fiasco: no ya únicamente por el éxodo fiscal que ha provocado o por las reprimendas del Tribunal Supremo francés -el cual decretó en 2013 que el impuesto era confiscatorio y obligó a sustituirlo por un equivalente impuesto sobre las empresas por salarios superiores al millón de euros- sino porque incluso el propio Hollande ha terminado dando marcha atrás en su reforma fiscal.
Así, desde el 1 de enero de 2015, el hollandazo ha desaparecido del panorama tributario francés. Lo había anunciado tres meses antes el propio primer ministro Manuel Valls en Londres (sí, en Londres, la capital europea que más refugiados fiscales franceses ha acogido) y, con la entrada de este nuevo año, se ha certificado definitivamente su defunción. Defunción que, por cierto, las arcas francesas apenas notarán: apenas afectaba a mil personas y únicamente proporcionaba 250 millones de euros de recaudación. Para que nos hagamos una idea, 250 millones de euros ni siquiera representan el 0,4% del déficit público español de 2013 o el 0,05% de todo nuestro gasto público.
Los impuestos no los pagan los ricos en ningún país occidental, sino esencialmente las clases medias: no hay suficientes ricos en ninguna sociedad para costear en solitario los gigantescos Estados de Bienestar occidentales. La base de la financiación del gasto público es la muy agresiva fiscalidad sobre las clases medias.
Y acaso esto fuera lo más terrible del hollandazo: la anestesia tributaria a la que sometía al ciudadano medio francés. A la postre, nuestro vecino francés es un infierno fiscal notablemente peor incluso que el páramo en que ha convertido Montoro a España. Y, sin embargo, el ciudadano medio acepta servilmente que el Estado galo la siga robando a manos llenas: lo acepta, sobre todo, porque cree ingenuamente que “los de arriba” pagan mucho más que ellos, que el sistema redistribuye verticalmente la renta y que, en el fondo, él sale beneficiado de este perverso esquema fiscal.
La realidad es más bien la contraria: nuestros Estados de Bienestar modernos son esquemas de redistribución horizontal de la renta, es decir, no es que todas las clases medias vivamos de robarle el dinero a Botín, es que Pedro vive de robarle el dinero a Pablo y Pablo vive de robarle el dinero a Pedro. Un comportamiento que no sólo es moralmente corruptor, sino tremendamente ineficiente y constrictor de nuestras libertades: lejos de poder disfrutar de autonomía a la hora de gestionar nuestro dinero (a la hora de poder escoger el colegio para nuestros hijos, la cobertura sanitaria que necesitamos o las obras culturales que queremos subvencionar), les cedemos forzosamente este dinero a una pandilla de burócratas que juran gestionarlo en nuestro bienestar cuando, obviamente, lo emplean sobreproporcionalmente en mejorar el suyo y el de los lobbies que los rodean.
Los populistas impuestos a los superricos sólo sirven para eso: para ampliar la aceptación social de un sistema tributario profundamente injusto y antisocial. Si bien es dudoso que la muy estatista sociedad francesa dé un giro liberal -aun cuando su actual primer ministro reconoce sin medias tintas que se han pasado de la raya en cebar la burocracia gubernamental-, ojalá la extinción de este embaucador impuesto a los superricos les ayude a algunos ciudadanos a abrir los ojos. No vivimos a costa del Estado: es el Estado quien vive a costa de todos nosotros.