Entre muchas otras cosas, el filósofo estadounidense John Rawls es famoso por haber distinguido entre concepciones integrales y concepciones políticas de la justicia. Las primeras pretenden fundamentar un determinado orden jurídico apelando a su particular concepción del bien en aspectos mucho más amplios que la estructura política básica de una sociedad: es decir, son concepciones de la justicia basadas en imponer mi visión del bien común a los demás. Las segundas, en cambio, son concepciones de la justicia que únicamente se refieren a la estructura política básica de la comunidad y que, además, aspiran a poder ser defendidas desde concepciones integrales de justicia muy distintas: es decir, son concepciones de justicia que buscan respetar el pluralismo filosófico de las sociedades modernas y que únicamente tratan de averiguar cuáles son los mimbres esenciales que garantizan una convivencia social mínima y que, a su vez, pueden defendidos desde visiones razonables del bien común muy divergentes.
El liberalismo, como marco filosófico que busca establecer o refrendar un orden jurídico, también posee un concepto de justicia integral y un concepto de justicia político. El liberalismo integral es aquel que aspira a que todas las personas (o una amplia mayoría) suscriban los valores morales propios del liberalismo: el valor de la autonomía personal, el valor de la diversidad, el valor de la pluralidad, el valor de la ayuda mutua, el valor de la racionalidad, el valor del progreso científico, el valor de la honestidad intelectual, el valor del escepticismo, el valor del coraje empresarial o el valor de la tolerancia. Son los valores morales sobre los que el liberalismo pretendía edificar el progreso social (lo que la economista Deirdre McCloskey ha denominado “virtudes burguesas”).
El objetivo del liberalismo político
Por otro lado, el liberalismo político es aquel que busca construir un marco jurídico mínimo dentro del que todos los ciudadanos puedan convivir: vive y dejar vivir. Poco más. Los valores básicos del liberalismo político apenas son el respeto a la libertad, a la propiedad y a los contratos, esto es, los pilares esenciales de la cooperación pacífica dentro de una sociedad. Dentro de ese marco jurídico mínimo, cualquier ciudadano puede desplegar su particular concepción del bien común sin tratar de imponérsela coactivamente a nadie. Robert Nozick calificó al liberalismo político como “el marco para las utopías”: un contexto institucional donde cualquier utopía resultaba realizable a través del acuerdo mutuo de las partes implicadas. Acaso por ello podamos decir que la tolerancia sea el metavalor verdaderamente central del liberalismo político: la tolerancia hacia la autonomía de las personas para poder desarrollar sus propios planes vitales (autonomía que se alanza respetando la libertad, la propiedad y los contratos de cada persona por separado).
Una persona no puede calificarse a sí misma de liberal sin ser liberal en lo político, pues esto constituye el mínimo indispensable para poder reconocerse como tal. Sí puede, en cambio, reconocerse como liberal sin ser liberal integral. Por eso en España encontramos liberales conservadores, liberales progresistas, liberales católicos, liberales ateos, liberales altruistas, liberales egoístas, liberales anti-islam, liberales pro-islam, liberales pro-Israel, liberales anti-Israel, liberales unionistas, liberales secesionistas, etc. El liberalismo político solo busca, como digo, un consenso de mínimos en torno a la estructura básica de la sociedad, no alrededor de todas las demás características y valores que caracterizan la buena vida social. De hecho, según Rawls, la verdadera grandeza del liberalismo político consiste en que resulta razonable defenderlo, también, desde posiciones no liberales: la tolerancia hacia las ideas, hacia las distintas y heterogéneas visiones de bien común puede convertirse en la piedra angular de cualquier concepción de justicia que repute a la sociedad como un marco de cooperación y convivencia mutuamente beneficioso.
Es más, uno incluso podría imaginarse formas en las que el liberalismo integral se comportara de maneras peligrosamente antiliberales: no han sido pocos los liberales que históricamente han considerado los valores máximos del liberalismo —las virtudes burguesas— tan superiores a todos los demás que han caído en la paradójica tentación de querer imponérselos al resto de sus conciudadanos mediante el Estado. Conocido es el caso, por ejemplo, de la tolerancia: si la tolerancia es tan importante, no ya en lo relativo a la estructura política básica de una sociedad sino también en lo relativo a las plurales concepciones de buena vida, ¿por qué no perseguir a los intolerantes? ¿Por qué no obligar a todo el mundo a ser tolerantes? Pero la tolerancia del liberalismo político se extiende también hacia los intolerantes que no pretendan canalizar semejante intolerancia a través del uso de la violencia (o de llamamientos a la violencia). Un orden social liberal ha de dar cabida a todas aquellas manifestaciones de intolerancia que no atenten contra la libertad de los demás (contra la estructura política básica): ya sean blasfemias contra una religión, ya sean ofensas directas o indirectas hacia las víctimas del terrorismo, ya sean manifestaciones culturales de un grupo humano que consideremos arcaicas y contrarias a la modernidad.
El objetivo del liberalismo integral
Ahora bien, que el liberalismo político deba tolerar la intolerancia no significa que el liberalismo integral deba abrazarla de manera relativista y acrítica. Una cosa es el que el liberalismo integral deba evitar imponer sus valores a través del Estado; otra que deba renunciar a difundirlos dentro de la sociedad. Quienes nos consideramos liberales —no sólo en lo que se refiere a la estructura política básica sino también en nuestros valores personales— no podemos más que promover la tolerancia como una virtud ciudadana clave en la gestación un orden social cordial y estable en el tiempo: si puedes comprender al prójimo, compréndelo; si no puedes comprenderlo pero crees que puedes aceptar su comportamiento, acéptalo; si no puedes aceptar su comportamiento y necesitas criticarlo, intenta hacerlo generando la menor ofensa posible. Y si otra persona se salta todas estas reglas elementales, respeta su libertad para saltérselas pero intenta mostrarle pacíficamente por qué su actitud frentista no es buena.
Ser tolerante a la hora de no querer imponer coactivamente concepciones integrales sobre la moral no es lo mismo que ser indiferente con respecto a cualquier conjunto de valores que profesen tus conciudadanos; y no ser indiferente hacia cualesquiera valores ajenos, tampoco implica que estemos legitimados a limitar la expresión pacífica de tales valores disfuncionales o a adoctrinar a la gente con otro conjunto de valores. El liberalismo integral sí posee una visión de la buena sociedad, pero, en plena coherencia con el liberalismo político sobre el que inexorablemente descansa, no es una visión de la buena sociedad que deba imponerse de arriba abajo, sino que debe defenderse, promoverse y difundirse de abajo arriba. La batalla de las ideas y de los valores.
Si entendiéramos que “permitido” no es igual a “bueno” y que “malo” tampoco es igual a “no permitido”; si entendiéramos que uno debería ser tolerante en lo político con los intolerantes no violentos y, al mismo tiempo, crítico en lo moral con las posiciones intolerantes y crispantes dentro de la sociedad, entonces es muy probable que muchos de los tristes debates sobre los límites de la libertad de expresión o de la libertad migratoria que hemos presenciado en la última semana jamás se hubiesen producido. La tolerancia debe ser el metavalor de la estructura política básica de una sociedad (aceptar a cada persona como un agente autónomo con legitimidad para impulsar sus planes de acción), pero también deberíamos aspirar a que fuera el valor moral que impregnara las relaciones sociales voluntarias (la virtud deseable en los tratos personales de todo buen ciudadano, amigo o familiar).