A raíz de mi último artículo sobre el giro de política monetaria perpetrado por el Banco Nacional de Suiza, me gustaría ampliar el tema que tocaba de pasada en los últimos párrafos: a saber, ¿por qué el patrón oro es el sistema monetario más justo desde un punto de vista político?
Comencemos por la situación en la que se halla cualquier país pequeño. Este país soberano tiene de entrada dos opciones para con su moneda: o dejarla flotar libremente o ligarla a alguna moneda extranjera. Aunque en principio podría parecernos razonable que deje flotar la moneda, tengamos presente que las economías pequeñas suelen estar enormemente internacionalizadas (no les queda otra: dentro no pueden producir todos los bienes variados que necesitan), de modo que fluctuaciones bruscas en los tipos de cambio de su divisa con respecto a la de sus principales socios comerciales pueden ser devastadoras para sus economías.
Por ejemplo, supongamos que dentro de esa economía pequeña se desarrolla un producto revolucionario para el resto del mundo (un medicamento contra el cáncer, verbigracia). En tal caso, las exportaciones de ese producto se dispararían, pero junto con las exportaciones específicas de ese producto también se dispararía el tipo de cambio de ese país (los extranjeros comprarían su divisa para poder adquirir el medicamento contra el cáncer). La súbita e intensa apreciación de la moneda del país pequeño supondría así un auténtico mazazo para toda su restante industria exportadora, que vería caer sus ventas al extranjero debido al encarecimiento de su moneda. No es un escenario de ciencia ficción; incluso se ha acuñado una expresión económica para describirlo, el mal holandés, que es plenamente aplicable a la misma naturaleza de los tipos flotantes. De hecho, tal como ilustra el reciente caso de Suiza, las únicas causas que generan una súbita apreciación de la divisa no se limitan a un mayor auge exportador: si la moneda de un país pequeño se convierte en refugio internacional, entonces también se termina machacando a su muy inocente industria exportadora.
Tres cuartos de lo mismo cabría afirmar con respecto a la depreciación de la divisa: imaginemos que la industria exportadora de un país se hunde y que, como consecuencia de ello, su divisa se deprecia enormemente. Muchos ciudadanos verán mermada su capacidad adquisitiva para comprar al exterior incluso productos básicos por el simple hecho de que una parte de su economía (no relacionada necesariamente con su actividad) se ha hundido. Algo similar sucede cuando los ahorradores huyen de una moneda porque el gobierno está destruyendo su valor: la divisa se deprecia tanto que impide financiar la más mínima importación (como le ocurre ahora a Venezuela).
Los problemas anteriores, que se magnifican conforme más pequeña sea una economía, suelen hacer aconsejable que los países diminutos adopten tipos de cambio fijos con sus principales socios comerciales (aquellos otros países a quienes compran y venden mayoritariamente). Y aquí nos topamos con tres posibilidades: el país pequeño puede establecer una convertibilidad fija de su moneda con la moneda extranjera; el país pequeño puede renunciar a su propia moneda y adoptar la de su principal socio comercial; el país pequeño y sus socios comerciales pueden adoptar una moneda común independiente a todos ellos.
El primer caso, la convertibilidad entre monedas nacionales, es problemático. Imaginemos que el país A establece que una unidad de su divisa se intercambiará por una unidad de la divisa del país B (1:1). En tal caso, el banco central del país A tendrá la potencial obligación de comprar ilimitadamente la divisa que emita el banco central del país B, de modo que si éste es tremendamente irresponsable, a aquél no le quedará otro remedio que serlo. Al final, si un país quiere mantener una convertibilidad permanente con su vecino no le queda otra opción que someterse a la política monetaria de ese vecino.
Lo mismo sucede en el segundo caso: si el país pequeño adopta la moneda de un país extranjero, claramente se está subordinando a las decisiones de política monetaria que tome ese país extranjero. Éste, de hecho, estará tentado adoptar decisiones irresponsable con el objetivo de transferirle parte del coste de las mismas al país pequeño. Por ejemplo, la Reserva Federal de EEUU tiene mucho más margen que otros bancos centrales para comportarse irresponsablemente porque los dólares son empleados como reserva internacional; por consiguiente, las tensiones inflacionistas se trasladan (y se diluyen) por todo el planeta.
Por consiguiente, si un país no quiere ser el satélite monetario de otro, la única forma razonable de implantar tipos de cambio fijos es creando una moneda común e independiente a todos ellos. Y, nuevamente, aquí contamos con dos posibilidades: que esa moneda global sea fiat (un simple pasivo del banco central no convertible en nada) o que sea un activo con cualidades monetarias como el oro (o la plata o asimilados).
La primera de estas dos opciones fue la que defendió Keynes en las negociaciones de Bretton Woods, cuando propuso implantar una divisa mundial conocida como bancor. El problema (político) de este tipo de esquemas es que tienden a volverse ingobernables: dado que la moneda fiat es una moneda manejada, controlada y dirigida por el poder político, inmediatamente tras su implantación la pregunta pasa a ser la de quién controla la moneda fiat global (o, mejor, en beneficio de quién se maneja la moneda fiat global). A este respecto, el caso del euro es muy ilustrativo: la moneda única europea es una pugna continua entre los diversos gobiernos nacionales para orientar la política monetaria del Banco Central Europeo en su propio provecho. Imaginen esos mismos conflictos pero a una escala mundial: es evidente que las tensiones internas serían muchísimo más graves que las vividas hoy en día dentro de Europa (imaginen que el gobierno chino o el gobierno de Irán pudieran decidir sobre la política monetaria aplicable también en España).
Dadas las divergencias de intereses geopolíticos de los distintos gobiernos en liza, la implantación de una moneda fiat única suele ir aparejada a una unificación política: a la institución de un gobierno común que represente los intereses de todos (hacia eso quieren llevarnos muchos en Europa para volver al euro “gobernable” y viable a largo plazo). Pero, nuevamente, esto no constituye solución alguna: obviando las dificultades prácticas para constituir un gobierno mundial, parece claro que los incentivos regionales a secesionarse de un gobierno mundial serían enormes en aquellas regiones que se sintieran agraviadas por su actuación (el caso de Reino Unido con la Unión Europea, por ejemplo). Por tanto, la deficiencia de fondo sigue ahí: como la moneda fiat es un dinero politizado y la política es un juego de suma cero (o incluso negativa), los perjudicados por la acción político-monetaria buscarán romper unilateralmente la baraja.
¿Qué nos queda entonces? Nos queda acudir a un árbitro exterior e imparcial: es decir, al patrón oro. Un dinero no politizado –por cuanto nadie puede determinar ni su producción ni su distribución primaria– y común a todas las sociedades: unas reglas del juego superimpuestas a todos que, como las leyes generales e impersonales, no están concebidas para beneficiar a nadie en particular. A la postre, dado que todos los países comparten el mismo dinero, no hay fuertes apreciaciones o depreciaciones monetarias que distorsionen arbitrariamente la especialización regional: el patrón oro es, pues, la infraestructura adecuada para una división global del trabajo.
Por desgracia, en la actualidad existen pocos incentivos para reimplantar el patrón oro. EEUU, el único país que por su tamaño y ascendencia podría impulsar la reforma, carece de toda razón para hacerlo: el mundo vive hoy en un patrón-dólar de facto, lo que le proporciona enormes regalías. A su vez, el resto de países bajo su área de influencia entienden estas regalías, en parte, como un impuesto por la protección militar que les proporciona la superpotencia estadounidense; además, la fluctuación parcial de sus divisas con respecto al dólar proporciona a sus gobiernos un cierto margen de maniobra para utilizar la política monetaria en su privativo beneficio (si bien de manera limitada: si los países satélites deprecian mucho sus divisas frente al dólar, rápidamente hay una llamada al orden). Por último, los países fuera de su área de influencia (Rusia, China y algunos países musulmanes), si bien podrían tener incentivos para abandonar el patrón-dólar (y algunos intentos ya ha habido), han de ser cautos al respecto: un completo abandono del dólar los expondría a los riesgos exteriores que hemos analizado al comienzo del artículo para el caso de países pequeños (fuerte apreciación y depreciación de la divisa frente a sus socios comerciales que sí usan dólares); eso sí, conforme más se amplíe el tamaño interno del mercado de estas economías fuera del área de influencia de EEUU, mayores serán sus incentivos (y menor será el coste) de escapar del dólar ya sea creando una moneda fiat común a todas ellas o implantando un patrón oro regional.
En cualquier caso, que nuestros políticos ventajistas carezcan de incentivos para regresar al patrón oro no debería cegarnos a los ciudadanos para reclamar un orden social internacional más justo, imparcial, eficiente, cosmopolita y cooperativo para todas las partes: es decir, para reclamar el retorno al patrón oro.