Es habitual que políticos y medios de comunicación se deshagan en elogios hacia las pymes. España, se nos dice, es un país esencialmente de pequeñas empresas y son ellas las que merecen de protección y aliento gubernamental. Las grandes empresas, en cambio, son vistas con desconfianza y antipatía por buena parte de la población: acaso pareciera que su única utilidad social fuera la de pagar la mayor cantidad de impuestos posibles para engrosar las arcas del Estado munificente.
Nótese, empero, que la consigna de marras constituye un paradigmático ejemplo de la guillotina de Hume, es decir, de cómo no podemos derivar proposiciones normativas de enunciados descriptivos (del “ser” no se deriva el “deber ser”). Dicho de otro modo: del hecho de que España sea un país de pymes no se deriva el hecho de que debamos serlo. A la postre, España también es un país corrupto o volcado en el ladrillo burbujístico y dudo que nadie con dos dedos de frente osase afirmar que España debe ser un país corrupto y volcado hacia el ladrillo burbujístico.
Por consiguiente, que España sea un país predominantemente de pymes no significa que debamos aspirar a que siga siéndolo, sobre todo cuando no está claro que las pymes sean más eficientes que las grandes empresas y, en especial, cuando todo apunta a que la sobreproporción de pymes en nuestra demografía empresarial no es un producto natural del libre mercado sino del intervencionismo gubernamental.
Radiografía de las grandes empresas españolas
En España hay aproximadamente 3,5 millones de empresas de las cuales sólo el 0,1% califican como “grandes empresas” (más de 250 trabajadores). Pese a ser poco más de 3.500 compañías, proporcionan más de cinco millones de empleos (el 37% del total de empleo privado), han concentrado el menor porcentaje de despidos durante esta crisis y abonan un salario que es un 45% superior al medio: el propio Instituto Nacional de Estadística constata que “el salario aumenta con el tamaño de la empresa”, hasta el punto de que las empresas con más de 250 empleados ofrecen un salario que duplica el las compañías con menos de 10 trabajadores (en 2013, 2.667 euros mensuales frente a 1.329 euros). No en vano, según la OCDE, la productividad de los trabajadores en las grandes empresas de manufacturas, servicios y construcción más que duplica la productividad de las empresas de hasta diez trabajadores: es esa superior productividad la que permite sostener esos superiores niveles salariales.
A su vez, esa elevada productividad también permite que apenas 3.500 empresas sean responsables de generar —de nuevo según el informe Entrepreneurship at Glance 2014 de la OCDE— el 32% de todo el PIB privado de nuestro país y de concentrar más de la mitad de todas nuestras exportaciones. Es más, las grandes empresas son mucho más proclives y capaces de fomentar la innovación de productos, procesos, marketing y organización interna: mientras que menos del 20% de las pymes invierte en estas materias, más del 50% de las grandes compañías lo hace.
Las ventajas vinculadas al tamaño no sólo se concentran en las grandes empresas de más de 250 trabajadores, sino en las empresas medianas de rango superior (entre 50 y 250 trabajadores): pese a constituir sólo el 0,6% de las empresas total, proporcionan el 15,2% del empleo y abonan salaros un 70% superior a las de menos de 10 trabajadores merced a que la productividad de sus trabajadores casi la duplica. Además, son responsables del 20% del PIB privado y de más del 20% de las exportaciones.
Es decir, existe una clara relación positiva entre tamaño empresarial y actividad exitosa. Acaso por ello, los países ricos suelan mostrar una elevada presencia de grandes empresas: mientras que en España, las compañías de más de 50 trabajadores apenas suponen el 0,7% del total, en Suiza ascienden al 4,8%, en Alemania al 2,4% y en Dinamarca y Reino Unido al 1,7%. Por lo que más adelante expondremos, un mayor tamaño de empresas no tendría por qué traducirse necesariamente en un mayor crecimiento económico, pero un mayor crecimiento económico sí tenderá a materializarse en empresas con un tamaño mayor.
Nótese, de hecho, que una de las más importantes carencias macroeconómicas de las que ahora mismo adolece la economía española es su insuficiencia de una amplia industria exportadora de alto valor añadido que absorba buena parte de su galopante desempleo: y justamente las grandes empresas se caracterizan por una mayor capacidad para internacionalizarse, para mejorar el desarrollo de sus productos y para crear empleo.
En suma, las grandes empresas resultan enormemente ventajosas a la hora de lograr un mayor crecimiento económico, de fomentar una más versátil adaptación a los cambios del entorno y de crear una mayor cantidad de empleo mejor remunerado. Lejos de observarlas con desconfianza y recelo, deberíamos darles la bienvenida, especialmente por parte de los trabajadores: si queremos más empleo y más salario, necesitamos más grandes empresas. En contra de lo que sostiene la sabiduría convencional, las grandes empresas no se dedican a explotar inmisericordemente a los trabajadores debido a su gigantesco poder de negociación: son ellas, y no las pymes, las que abonan remuneraciones más elevadas a sus trabajadores.
¿Por qué no hay más grandes empresas?
Claro que si las grandes empresas son tan positivas y tan competitivas, ¿por qué no son muchísimo más abundantes de lo que lo son en la actualidad? Pues, en esencia, porque existen numerosas barreras estatales al crecimiento de empresas.
Al cabo, es necesario comprender que una empresa grande no surge de la nada, sino que es el proceso de un largo proceso de crecimiento y reinversión empresarial. Por ejemplo, Apple emplea actualmente a más de 90.000 trabajadores, pero diez años después de su creación, en 1985, apenas superaba la marca de 5.000 empleados. No se trata, en suma, de que se junten varios capitalistas ricachones y monten un emporio sobre la nada, sino de que una pequeña compañía va reinvirtiendo internamente sus ganancias y, en consecuencia, continúa creciendo hasta alcanzar un considerable tamaño.
El problema es que la legislación española, como también hacen otras legislaciones europeas, penaliza el crecimiento empresarial por dos motivos: el primero es que el Estado tiende a observar a las grandes empresas como si fueran vacas lecheras susceptibles de ser ordeñadas hasta el agotamiento, esto es, susceptibles de ser víctimas de cargas y obligaciones muy variadas; el segundo es que la legislación también contiene numerosas ventajas y exenciones en favor de las pymes con el supuesto pretexto de favorecer su crecimiento. Pero, paradójicamente, toda esta maraña legislativa de palos para las grandes empresas y zanahorias para las pequeñas termina construyendo una red de incentivos perversos que estimulan a las pymes a que sigan siendo pymes. No en vano, una pequeña empresa que aspire a convertirse en una gran empresa no sólo deberá asumir los elevados riesgos vinculados al progresivo incremento de su actividad empresarial, sino que tendrá que hacer frente a todos los costes fiscales y regulatorios derivados de perder el status de pequeña o mediana empresa.
Por ejemplo, tal como documenta ampliamente Simón González de la Riva en su artículo España, país de pymes, existen numerosas distorsiones vinculadas a rebasar el umbral regulatorio de una pyme: a partir de 50 trabajadores, el Estatuto de los Trabajadores impone la creación de un comité de empresa, que no sólo implica la necesidad de celebrar de elecciones sindicales, de remitirles información periódica sobre la marcha de la empresa o de negociar con ellos los Expedientes de Regulación de Empleo y otros ajustes de plantilla, sino que además obliga a remunerarlos por sus trabajos sindicales como si estuvieran desempeñando actividades productivas dentro de la compañía (de hecho, la acumulación de horas de representación sindical en una misma persona engendra lo que conocemos como “liberados sindicales”); la Ley de Integración Social de los Minusválidos también las obliga a que el 2% de su plantilla sean personas con una discapacidad reconocida; asimismo, están forzadas a disponer de comedores en los que sus empleados puedan “efectuar comidas a precios módicos”; si además de 50 trabajadores se superan ciertos umbrales de facturación (entre 5,7 y 10 millones de euros, según los casos), se pasa a estar obligado a presentar cuentas anuales auditadas, a liquidar mensualmente el IVA, a efectuar pagos fraccionados trimestrales en el Impuesto de Sociedades y a padecer un incremento del gravamen de este último impuesto desde el 25% al 30%.
En definitiva, la legislación española no premia sino que castiga a las compañías que crecen, de ahí que muchas de ellas prefieran no adentrarse en el territorio hostil representado por la legislación laboral y tributaria. La solución, claramente, debería ser armonizar la normativa con independencia del tamaño empresarial: pero no armonizarla al alza, sino a la baja; no superregular, sino desregular; no intervenir sino liberalizar.
Pero no necesitamos grandes empresas privilegiadas
Por supuesto, el crecimiento empresarial también puede lograrse por una vía harto inconveniente: el Estado, lejos de limitarse a remover los obstáculos interpuestos al crecimiento empresarial, podría otorgar privilegios a los grandes conglomerados empresariales para que éstos crecieran a costa de extraer rentas al conjunto de los españoles. De hecho, buena parte del actual entramado empresarial español se caracteriza por su estrecha afinidad con el poder político: ya sea mamando del presupuesto (como sucede con las grandes constructoras) o beneficiándose de privilegios regulatorios que las blindan frente a la competencia o frente a sus propios errores (como ocurre con las eléctricas y con los bancos).
Este tipo de expansión empresarial, lograda no generando valor para el consumidor sino expoliándole a través del poder que detenta el Estado, no es desde luego la que necesita España. La sugerida liberalización normativa de nuestra economía, pues, no debe orientarse únicamente a permitir la conversión de pymes en grandes compañías, sino también a socavar las bases falsamente competitivas de muchas de nuestras grandes empresas. Sólo aquellas firmas que crecen y prosperan gracias al valor que son capaces de generar valor para los consumidores —y mientras sean capaces de hacerlo— deberían subsistir en un mercado libre: en caso contrario, lo que se establece son grandes conglomerados extractivos, oligopolísticos y blindados frente a la competencia que destruyen las bases del progreso económico. Probablemente el caso extremo de grandes empresas burocratizadas e ineficientes mantenidas sólo mediante el diktat gubernamental sean las grandes corporaciones soviéticas planificadas de manera centralizada: su tamaño no era consecuencia del buen servicio que le proporcionaban al consumidor, sino del capricho político. Justamente eso es lo que debemos evitar en España.
Conclusión
En definitiva, la economía española necesita de una mayor cantidad de grandes empresas, no ya para superar exitosamente la actual crisis económica sino, sobre todo, para disfrutar de estándares de vida en sostenida expansión. No se trata de que lo grande sea mejor por el mero hecho de ser grande, sino que dentro de un mercado libre tenderán a emerger grandes empresas como consecuencia de la exitosa reinversión del capital en modelos de negocio superiores: modelos de negocio que generan enormes cantidades de empleo bien remunerado y productivo merced a su superior capacidad innovadora para satisfacer las necesidades de los consumidores.
Pero precisamente porque necesitamos grandes empresas dentro del contexto de un mercado libre, la política estatal dirigida a facilitar la aparición de estas compañías de gran tamaño no debería pasar por ahondar en el intervencionismo tributario y regulatorio, sino por eliminarlo. Sólo removiendo los propios obstáculos que el Estado ha colocado para dificultar el crecimiento empresarial —así como los privilegios que, por otro lado, también ha establecido para consolidar el negocio extractivo de determinadas élites empresariales— lograremos un tejido empresarial competitivo y dinámico al servicio del consumidor.