Este pasado miércoles 28 de enero, todas aquellas personas habituadas a leer la prensa escrita se toparon con un panorama cuando menos llamativo: las portadas de los principales periódicos de este país —El País, El Mundo, ABC, La Razón y 20 Minutos— estaban empapeladas con publicidad del Banco Santander. La estampa no podía ser más elocuente: el Banco Santander tiene suficiente capacidad económica como para ocultar las principales noticias de los principales rotativos españoles.
Aunque, ciertamente, tan sólo se trataba de una campaña publicitaria inocente —un simple anuncio de becas del Santander, que muchos podrían incluso considerar una exteriorización de la responsabilidad social corporativa de la entidad—, el hecho sí debería mover a la reflexión de los ciudadanos. Si el Santander es capaz de comprar la portada de todos los medios de papel, ¿acaso no podrá comprar regularmente el contenido de muchas noticias a través de la publicidad? ¿Dónde queda la libertad de expresión cuando los periodistas que la ejercen no son independientes? Sin duda, y a pesar de que Ana Patricia Botín ya haya sido oficialmente excluida por Podemos del infierno castuzo, fenómenos aparentemente anecdóticos como los vividos el pasado miércoles parecen reforzar la tesis oficial de Podemos (o del Partido Popular) de que es necesario un control democrático de los medios de comunicación.
Sin embargo, me temo que nos precipitamos a saltar desde una premisa cierta —la independencia periodísticas está siempre sometida a múltiples amenazas externas— a una conclusión falsa —necesitamos de un control democrático de los medios de comunicación para salvaguardar la independencia periodística—.
El periodismo no es gratis
Una cuestión frecuentemente olvidada cuando se critica la publicidad de empresas en los medios de comunicación es que el ejercicio de la profesión periodística, especialmente a través de redacciones nutridas de profesionales, no es gratis. Dejando de lado el coste del papel, de la tinta y de la distribución (rémora histórica de un tipo de periodismo en acelerada extinción), sigue siendo necesario pagar los salarios de los periodistas. Eche cuentas: una plantilla compuesta por entre 30 y 100 periodistas (dejemos de lado a todo el restante personal necesario para el correcto funcionamiento de una empresa) a un coste salarial (incluyendo cotizaciones a la Seguridad Social) de entre 1.000 y 2.000 euros mensuales, acarrea un coste mensual de entre 30.000 y 200.000 euros. No es peccata minuta: alguien tiene que soportar el coste de cantidades tan elevadas.
Justamente por ello, la independencia de periódicos y periodistas puede verse socavada por aquellas personas acaudaladas que les ofrezcan las sumas de dinero necesarias para desarrollar su actividad. Si el periodismo necesita de dinero para funcionar, bien puede terminar vendiéndose al mejor postor. La cuestión, por tanto, es plantearnos qué modelo de financiación permite salvaguardar mejor la independencia periodística. Los defensores a ultranza de la independencia periodística suelen suponer que la mejor forma de protegerla es con financiación estatal, pero se trata de una conclusión precipitada.
Financiación por publicidad
Grosso modo, se trata del modelo mayoritario en la actualidad: un medio de comunicación ofrece la información y la opinión de manera gratuita o semigratuita a todos los ciudadanos a cambio de que la publicidad de empresas privadas sufrague la inmensa mayoría de sus gastos. Las ventajas claras de este modo son, por un lado, que la accesibilidad de la información se multiplica (cualquier persona puede acceder a ella libre de costes) y, por otro, que nadie está obligado a financiar una información u opinión que no desea recibir. La desventaja, como ya hemos dicho, es que la independencia periodística puede verse socavada por aquellas empresas privadas que proporcionan los principales ingresos publicitarios. Sin embargo, que la independencia pueda verse socavada no significa que necesariamente vaya a serlo. Los periodistas y los ciudadanos cuentan con mecanismos para contrarrestar semejante tendencia.
Primero, no toda empresa se publicita con la voluntad de influir en la línea editorial del medio: existe un genuino mercado de la publicidad derivado del interés empresarial de focalizar la atención del lector a los productos que vende. En la medida en que los medios de comunicación de masas sean reducidos y las empresas interesadas en anunciarse sean muy cuantiosas, es obvio que esos medios de comunicación de masas no tendrán por qué depender de aquellas empresas interesadas en comprar su línea editorial (habrá otras compañías que pujarán por sus espacios publicitarios aun cuando no puedan influir en la línea editorial). Acaso las grandes empresas puedan comprar la voluntad de algún medio minoritario, pero dadas sus escasas lecturas y la existencia de alternativas de masas, ésta es una posibilidad tan poco relevante como que la empresa funde su propio gaceta.
Segundo, la clave del asunto, pues, es que existan medios masificados capaces de vender espacios publicitarios sin necesidad de comprometer su independencia. ¿Puede darse esta situación? Si a los ciudadanos les importa verdaderamente la independencia periodística (no sólo en la teoría, sino en la práctica diaria), tenderán a concentrar sus lecturas o visionados en aquellos medios que ellos perciban como más independientes. Es decir, el medio de comunicación independiente que logre señalizarse como independiente atraerá endógenamente los recursos necesarios para continuar con su actividad, por cuanto contará con suficientes lectores o televidentes como para vender espacios publicitarios a una pluralidad de anunciantes, entre los que no sólo habrá empresas con voluntad de interferir en el contenido del medio.
Tercero, un posible problema de este modelo es que un medio de comunicación se señalice como independiente no siéndolo (falso positivo) o que un medio de comunicación no logre señalizarse como independiente, siéndolo (falso negativo). En realidad, el segundo problema (el falso negativo) no deja de ser un fallo de estrategia/comunicación corporativa bastante menos importante que el primero: es el primero —el engaño y la falsa señalización— el que debería inquietarnos. Por fortuna, en un sistema descentralizado donde está permitida la libertad de entrada, donde existe libertad de expresión y de crítica, y donde, en suma, existen fuentes muy diversas desde las que informarse, las mentiras sistemáticas de un medio tenderán a ser destapadas y desacreditadas por otros medios rivales. No es una garantía absoluta, pero sí existen las herramientas (libertad de entrada) y los incentivos (destrozar a la competencia) para hacerlo.
Y cuarto, es verdad que un medio de comunicación de masas puede ser independiente frente a la mayoría de asuntos sin dejar de ser, en cambio, dependiente en unos pocos de ellos (por ejemplo, cuidando a un par de grandes anunciantes, cuyos escándalos son sistemáticamente silenciados). En tales casos, también existen contrapesos parciales: salvo que un gran anunciante compre y silencie a todos los medios de masas, será posible encontrar en algunos de ellos los trapos sucios de ese gran anunciante; aun cuando un gran anunciante comprara a todos los medios de masas, si hubiese interés social en conocer los trapos sucios de ese gran anunciante, podrían publicitarse y divulgarse en medios menores que explotaran el nicho de mercado de informar sobre aquello que nadie más informa.
Sin embargo, es cierto que cuando los medios se financian mediante publicidad, no existen garantías absolutas de que algunos grandes anunciantes no logren orientar la información periodística. Si los ciudadanos valoran la independencia de la prensa, la “manipulación” de estos grandes anunciantes no podrá ser generalizada ni grotesca —pues entonces los medios de masas dejarían de ser “de masas”, pasando los ciudadanos a informarse por otros medios percibidos como más independientes—; pero sí podrá ser parcial. Para protegerla por entero, sólo queda recurrir a la financiación por suscripción.
Financiación por suscripción
En la financiación por suscripción, son los propios ciudadanos que optan por informarse a través de un medio de comunicación los que soportan la totalidad del coste de ese medio de comunicación. Las ventajas del modelo son que la independencia queda reforzada sin obligar a nadie a contribuir a sostener un medio que no desea financiar. El inconveniente es que el precio de acceder a la información se encarece y, por tanto, no todas las personas pueden acceder a ella.
La desventaja, empero, no es invencible: los medios de comunicación no solo son herramientas para informarse, sino para influir sobre los demás (por eso, justamente, los grandes anunciantes tienen incentivos para orientar la información periodística en el modelo de financiación por publicidad). Y, siendo así, es previsible que los medios de comunicación por suscripción tiendan a ofrecer sus contenidos total o parcialmente abiertos al público, por lo que la información seguirá siendo accesible para el público general.
Ahora bien, la financiación por suscripción tiene un problema más grave que el anterior: el periodista consigue independencia de los grandes anunciantes a costa de someterse a la dependencia de sus lectores-financiadores. Si éstos tienen algún sesgo moral o ideológico muy marcado, es dudoso que acepten la publicación de noticias que atenten contra esas convicciones profundas. No obstante, en la medida en que las convicciones morales o ideológicas de una sociedad sean muy plurales, tenderán a emerger distintos medios por suscripción que recojan los variados puntos de vista y permitan a los ciudadanos contrastar puntos de vista distintos.
Financiación estatal
En principio, podría parecer que el mecanismo más eficaz para proteger la independencia del periodista es la financiación estatal de los medios de comunicación: cada periodista recibe incondicionalmente una asignación de fondos públicos, por lo que puede decir lo que quiera sin presiones financieras. Las ventajas de la financiación pública, por tanto, serían la absoluta salvaguarda de la independencia periodística así como la completa accesibilidad de la información para la ciudadanía. El flagrante inconveniente: que se obliga a muchos ciudadanos a soportar los costes de unos periodistas cuya actividad no sólo no valoran, sino que incluso pueden llegar a detestar.
Con la financiación estatal sucede, sin embargo, lo contrario que con los otros dos modelos de financiación: sus inconvenientes no se atenúan en la práctica, pero sus presuntas ventajas prácticas sí. En concreto, no todo esquema de financiación estatal protege la independencia de los periodistas: cuando la financiación se otorga mediante “publicidad institucional” discrecionalmente distribuida por el político del ramo, es evidente que el periodista es tan o más dependiente que cuando los anuncios los colocan grandes empresas. Asimismo, si la financiación fuera concedida discrecionalmente por una asamblea democrática, los periodistas se someterían a la voluntad de la mayoría de la población, con el consiguiente riesgo de que las minorías ideológicas fueran silenciadas.
Parece, pues, que la financiación pública sólo salvaguarda la independencia periodística cuando ésta se otorgue sin margen alguno para la discrecionalidad política: por ejemplo, creando puestos de periodistas-funcionarios a los que se acceda por oposición. No obstante, esta solución acarrea otros serios problemas: el primero es que si queremos salvaguardar la independencia de un amplio abanico de visiones ideológicas, el número de periodistas-funcionarios puede tener que extenderse de manera muy considerable (por ejemplo, ¿por qué no hay una visión liberal o radicalmente marxista de la actualidad en RTVE?), encareciendo desproporcionadamente su coste; el segundo, que los periodistas-funcionarios, precisamente al serles otorgada una absoluta autonomía, pueden terminar haciendo dejación de sus funciones (reducir al mínimo su carga de trabajo o utilizar su posición privilegiada para manipular impunemente) sin que por ello se les pueda remover de su puesto (si se les pudiera remover, no serían totalmente independientes); y el tercero, que la propia financiación estatal de la prensa termina generando sus propias relaciones de dependencia: será muy improbable que los periodistas-funcionarios informen sobre asuntos que socaven la visión que los ciudadanos poseen sobre el estatus de los propios periodistas-funcionarios, sobre la función pública en general o sobre la legitimidad de recaudar impuestos para mantener un Estado hipertrofiado; si lo hicieran, su fuente de financiación podría verse comprometida.
Es decir, del mismo modo que un gran anunciante puede conseguir silenciar algunas informaciones de un medio de comunicación mediante la amenaza de retirar la financiación, la independencia periodística se ve comprometida en un modelo con financiación estatal por cuanto los periodistas-funcionarios saben que desacreditar informativamente a la megacorporación estatal puede terminar costándoles los fondos que reciben (los ciudadanos bombardeados por información anti-Estado podrían optar por minimizar su tamaño y, por tanto, por retirarles la financiación pública a los periodistas). ¿Por qué considerar preferible un modelo de financiación donde el periodista silencia los trapos sucios del Estado a uno donde silencia los trapos sucios de, por ejemplo, el Santander? No hay verdaderas razones para hacerlo, salvo que uno esté sesgado a preferir las mentiras estatales a las mentiras de una gran empresa.
Conclusión
La generación y transmisión de información no es una actividad libre de costes: es necesario financiarla y, a partir de ese momento, es obvio que el financiador puede interferir de algún modo en el proceso de generación y transmisión de la información. Esta proposición es cierta sea cuál sea el modelo de financiación: por publicidad (dependencia de los anunciantes), por suscripción (dependencia de los suscriptores) o por transferencias estatales (dependencia de la estructura estatal).
Acaso uno pudiera defender que la mejor manera de lograr que el ciudadano reciba información fidedigna sea proporcionarla competitivamente a través de estos tres mecanismos de financiación: de ese modo, las fortalezas de un modelo compensan las debilidades del otro, proporcionando fuentes de información plurales que permitan al ciudadano conformar su propio criterio.
Pero semejante conclusión es sólo parcialmente cierta: es verdad que resulta positivo que el modelo de financiación por publicidad y de financiación por suscripción se complementen competitivamente. No sucede lo mismo con la financiación estatal: ésta no es más que una combinación de la financiación por publicidad (publicidad institucional) y de financiación por suscripción (impuestos dirigidos a financiar los medios estatales) pero con carácter coactivo. Por consiguiente, lo único que aporta frente a ellas es ese carácter coactivo: a saber, el deseo de externalizar los costes de generar y transferir una determinada información hacia aquellos que no desean recibirla (o que no la valoren suficientemente como para pagar por ella).
Dado que el carácter coactivo de la financiación no es una característica laudatoria en sí misma, no hay motivo para reivindicar que haya financiación estatal de los medios de comunicación: si a una cierta mayoría social le preocupa el problema de garantizar la independencia periodística (y debería preocuparle), deberán ser los propios sectores sociales los que se autoorganicen para solucionarlo sin necesidad de recurrir a la coacción estatal dirigida a imponer sus ideas o preferencias sobre los demás. Por ejemplo, esos sectores sociales preocupados por la independencia podrían emprender campañas de desprestigio contra medios de masas que manipulan algunas de sus noticias para contentar a sus anunciantes o podrían contribuir a sufragar un medio de comunicación por suscripción. Para ninguno de estos loables objetivos se necesita ni del dinero ni del poder regulatorio del Estado: sólo se necesita un marco de libertad de expresión y de prensa, así como un conjunto de individuos preocupados por la independencia periodística y decididos a coordinarse asociativamente para promoverla. Menos Estado y más sociedad civil: justo lo contrario de lo que defienden la totalidad de nuestros partidos políticos.