Este pasado miércoles, el Banco Central Europeo dejó de admitir la deuda pública griega como garantía para que las entidades financieras pudieran solicitarle financiación. Si bien muchos han querido atribuir el movimiento a un encubierto golpe de estado de Mario Draghi, las causas reales son mucho más simples: los pasivos gubernamentales helenos tienen la consideración desde hace años de “bonos basura” y el BCE sólo seguía admitiéndolos como colateral para sus operaciones de financiación merced a que estaban protegidos por el programa de rescate de la Troika… pero el ministro de Finanzas griego, Yanis Varoufakis, “mató” el viernes pasado a la Troika al no reconocerla como interlocutor y al convertir el memorándum de entendimiento en papel mojado.
Sin la cobertura protectora de la Troika —que si bien termina formalmente el 28 de febrero, ya ha sido repudiada por Syriza—, los bonos públicos del país vuelven al estercolero de donde nunca debieron salir y, por tanto, el BCE los suspende como colateral contra el que los bancos pueden obtener financiación: si usted fuera a pedir un crédito hipotecario contra una casa que dentro de un mes jura hacer estallar por los aires, parecería lógico que el banco le denegara el crédito hipotecario. Pues lo mismo el BCE con los bonos griegos: aquello que no tiene valor no puede ser empleado como garantía de nada.
A la hora de la verdad, sin embargo, la decisión del consejo de gobierno del BCE tendrá menos efectos inmediatos de los que se suponen: los bancos griegos pueden seguir financiándose tanto a través de la línea de asistencia de liquidez extraordinaria proporcionada por el banco central nacional (la famosa ELA) cuanto a través del propio BCE siempre que sean capaces de aportar suficientes activos de calidad como garantía (cosa que ya hacían, pues los bancos griegos ya se venían financiando esencialmente a través de los bonos del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera con los que fueron recapitalizados en 2012: y el estatus de esos bonos triple A no ha cambiado).
Los riesgos acaso provengan de que esta seria llamada de atención del BCE siga alimentando la fuga de depósitos del sistema financiero nacional: una sangría que en algún momento podría volverse incontrolable incluso para el BCE, abocando al gobierno griego o a salir del euro o a decretar un corralito dentro del euro. Cuanto más tiempo se prolonguen las negociaciones, las dudas, los postureos, los amagos y los faroles de autodestrucción masiva por ambas partes, mayores salidas de capital seguirán sucediéndose y más se acercará la banca griega al punto de no retorno.
Pero, más allá de la partida de póquer política que se está jugando en Grecia, lo más ilustrativo del caso, a mi entender, es la esclerotizada situación en la que se encuentra no ya la banca griega, sino toda la banca mundial. A día de hoy, la liquidez de cualquier entidad financiera pende del hilo del banco central: cuando el banco central rechaza extender financiación contra los muy ilíquidos activos que exhiben en sus balances las entidades financieras, éstas inmediatamente sufren un pánico bancario. ¿Cómo es posible que hayamos llegado a esta situación?
El abecé de la liquidez bancaria
Un banco se halla en una posición de liquidez cuando puede atender sus pagos a partir de sus cobros (con un cierto margen de error contrarrestado por el colchón de sus reservas de tesorería). Los pagos del banco —más allá de sus gastos operativos— vienen dados por el vencimiento de sus deudas, la inmensa mayoría de las cuales son deudas a muy corto plazo (el caso paradigmático es el de los depósitos a la vista, deudas que vencen cuando el acreedor lo ordene). Siendo así, los cobros de los bancos también deberían tener una naturaleza esencialmente a corto plazo: las inversiones de una entidad financiera deberían ser autoliquidables y extremadamente líquidas para poder atender de continuo los desembolsos del banco. Ejemplos típicos de créditos autoliquidables es el descuento de créditos comerciales nacidos en el proceso de distribución de las mercancías con una intensa demanda por parte de los consumidores: el banco simplemente adelanta el cobro de unos bienes que ya existen y que están en tránsito de ser vendidos.
Si los bancos se dedican a endeudarse a corto plazo para facilitar este tipo de operaciones de descuento, los medios de pago de la economía (los pasivos bancarios, como los depósitos a la vista) se mantienen ligados a la producción real de bienes y servicios; y, a su vez, los bancos se mantiene en una situación permanentemente saludable, ya que cada vez que se enajena esos bienes y servicios, la entidad ve repuesta su posición de liquidez.
Algunos economistas, con tal de mejorar todavía más la liquidez bancaria, defienden la existencia de bancos centrales que actúen como “prestamistas de última instancia”: por si acaso un banco privado no fuera capaz de realizar súbitamente su cartera de activos líquidos ante una retirada masiva de depósitos, se instituye un “banco de bancos” que pueda extender una asistencia transitoria de crédito contra esos activos altamente líquidos y autoliquidables en el muy corto plazo. El banco central apenas actúa como un puente temporal entre el pago que reclaman los acreedores del banco y el cobro que está a punto de obtener de sus deudores.
Bajo tales condiciones, el conjunto del sistema financiero proporciona una adecuada intermediación financiera (entre acreedores y deudores) casando en todo momento cobros y pagos (más allá de eventuales desfases autocorregibles en el muy corto plazo).
El abecé de la iliquidez bancaria
Sucede que los bancos suelen tener la tentación de no limitarse a extender crédito contra activos autoliquidables a corto plazo, sino de embarcarse en el negocio de los préstamos a muy largo plazo y de alto riesgo (préstamos empresariales, hipotecas, créditos al consumo, etc.). No es que los bancos no debieran dedicarse a ninguna de estas actividades jamás, sino que si desean prestar a largo plazo… deberían contar con suficiente fuentes de financiación a largo plazo (no depósitos a la vista, sino cédulas hipotecarias, deuda subordinada a perpetuidad, bonos senior a largo plazo, etc.). Lo que no es prudente hacer, so pena de caer en una extrema iliquidez, es seguir financiándose a corto plazo para invertir a muy largo plazo.
La operación es indudablemente rentable para la banca (el coste de la financiación a corto plazo es casi nulo y el retorno de las inversiones a largo plazo es elevado) pero también lo suficientemente imprudente como para que no pueda efectuarla a gran escala: si el banco se obliga a pagar de inmediato aquello que cobrará a muy largo plazo, el pánico entre sus acreedores puede desatarse en cualquier momento, abocándole a la suspensión de pagos. Es verdad que el banco en semejante situación de iliquidez podría buscar refinanciación en los mercados mayoristas (como el interbancario), pero cuando todas las entidades financieras se hallan en una análoga posición de iliquidez, es harto dudoso que semejante volumen de financiación pueda llegar sosteniblemente a todas ellas.
Aquí es donde entran los bancos centrales modernos, una farsa de lo que se supone que deberían ser: y es que, lejos de limitarse a proporcionar financiación contra activos líquidos, han terminado por extenderla a todo tipo de inversiones a largo plazo y de alto riesgo en posesión de los bancos. De esta forma, el cometido del banco central pasa a ser el de asegurar el acceso a una provisión permanente de financiación a la banca privada ilíquida, la cual ya no necesita preocuparse lo más mínimo por casar sus cobros y sus pagos, pues siempre cuenta con la opción de pedirle refinanciación al banco central.
Así, la banca privada se desentiende enteramente de la gestión de su liquidez: su único cometido pasa a ser el de maximizar beneficios aun a costa de quedar postrada ante su expansiva iliquidez (deudas a muy corto plazo y activos a muy largo plazo). Para eso, justo, existe el banco central: para cubrirle cualquier posible agujero de financiación a la banca privada. Por eso, cuando el banco central le retira su línea de auxilio a cualquier banco, el pánico se desata contra ese banco: porque éste es incapaz de sobrevivir por sí mismo. Su iliquidez es tan descomunal, que necesita estar continuamente enchufado al banco central.
Un sistema bancario politizado
Dejando de lado la más estricta coyuntura, lo que nos demuestra el reciente movimiento del BCE con respecto a la deuda pública griega es que hemos creado un sistema financiero del todo disfuncional: con la excusa de promover el crédito barato a familias, empresas y gobiernos, hemos terminado zombificando a la banca y volviéndola dependiente de unas instituciones políticas como son los bancos centrales. En su ausencia, los bancos serían hoy incapaces de sobrevivir porque previamente han optado por destruir las bases que posibilitarían su supervivencia autónoma. Ése es el perverso esquema de incentivos generado por el sistema de banca central con moneda fiat: haber engendrado una banca presuntamente privada pero dependiente y servil del poder político.
La solución, claro está, es arrebatarle a la banca privada los privilegios políticos y las redes de seguridad con la que se la ha protegido durante décadas: exponerla a la competencia del mercado y a la supervisión descentralizada de sus acreedores. Como todo hijo de vecino sin conexiones políticas. Una banca que no es autosuficiente es una banca enferma: una banca que ha renunciado a hacer banca y que ha optado por extraer rentas a los ciudadanos a través del banco central de turno a cambio de que éste, a su vez, teledirija la provisión de su crédito (especialmente para favorecer la financiación barata del Estado).
La situación de extrema iliquidez de la banca griega no es por desgracia excepcional: al contrario, es la norma entre todos los bancos occidentales, subordinados a ser rescatados diariamente por ese monopolio estatal llamado banco central.