Este articulo debe ser leído en paralelo con el artículo homónimo <<¿Qué es el cambio?>>, de Pablo Iglesias, publicado en El País el 25 de abril de 2015.
Sostiene la Declaración de Independencia de EEUU que todos los hombres poseen “ciertos derechos inalienables, entre los que se hallan la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. La reflexión de los padres fundadores de la mayor y más duradera democracia del planeta adquiere en nuestros días una notable radicalidad, ya que señala con enorme precisión la diferencia entre una abolición del régimen y su mera conservación, algo que se puede aplicar a todos los partidos políticos españoles, tanto los tradicionales como los emergentes.
Que el mapa político español va a cambiar con la llegada de nuevos actores políticos es un hecho. También lo es que la causa fundamental del retroceso de los partidos tradicionales cabe hallarla en su gestión de la crisis económica —basada en el expolio al ciudadano— y en la percepción generalizada de que constituyen una cleptocracia parasitaria que sólo vela por su propio provecho. Llegados a este punto, hay que preguntarse qué sería necesario para que las cosas cambiaran verdaderamente en nuestro país.
El mundo está lleno de ejemplos de sociedades que han prosperado y que han sacado de la miseria a la totalidad de sus ciudadanos gracias a la apertura de sus mercados y a la estricta limitación sus gobiernos: Hong Kong, Singapur, Nueva Zelanda, Australia, Suiza, Chile, Estonia, Irlanda o incluso Dinamarca son países que podríamos emular en muchas de sus características para ampliar la libertad de los españoles y mejorar su calidad de vida. Son sociedades que no se comprometen en su totalidad con un proyecto político liberal, que ni siquiera buscan generalizar los principios que colocaron a Occidente a la vanguardia del desarrollo mundial, pero que sí podrían servirnos como ejemplos parciales para emprender una transición gradual hacia marcos institucionales más libres: y precisamente pueden hacerlo porque nos indican que las políticas económicas aplicadas en España hasta la fecha —dedicadas a esquilmar tributariamente y a asfixiar regulatoriamente a familias y empresas— han sido un absoluto desastre que es necesario rectificar.
Sin embargo, en los últimos meses, ciertos sectores de las élites políticas, oligárquicas, clientelares y burocráticas saludan alborozados la emergencia de nuevos partidos que prometen una supuesta regeneración a diestra y siniestra pero que resultan incapaces de poner fin a la estafa y al atraco cotidiano que sufren los ciudadanos a manos de los poderes públicos.
Frente a la radical injusticia fiscal de nuestro país —donde los elevadísimos impuestos impiden a asalariados, autónomos y empresarios realizar plenamente sus vidas dentro de una comunidad materializada en redes voluntarias de ayuda mutua—, el cambio significa llevar a cabo una reforma tributaria equitativa para que todos los ciudadanos paguemos menos impuestos. Proponer, como hace la casta y la neocasta, seguir saqueando el ahorro, el consumo y el trabajo de la ciudadanía no sólo es una insensatez: es además una forma de prorrogar la ineficiencia de nuestro sistema fiscal.
Frente a una legislación laboral que nos condena a padecer una de las mayores tasas de desempleo forzoso del mundo y que impide una mutuamente provechosa coordinación entre trabajadores y empresarios, el cambio significa derogar por ineficaz e injusta toda la legislación laboral de origen franquista que ha sido defendida con uñas y dientes por sindicatos, patronales y demás herederos ideológicos del nacional-sindicalismo. Mantener el actual sistema de contratos regulados y encorsetados por el BOE significaría seguir tratando a los españoles como siervos de los políticos y de los mal llamados agentes sociales: una propuesta que consolida insensatamente el fallido régimen actual. En un país donde el omnipresente intervencionismo estatal condena al desempleo y a la pobreza a cada vez más personas con capacidad para contribuir a generar riqueza para el conjunto de la sociedad, el cambio significa permitir que las personas prosperen fuera de la bota de los políticos, que gestionen sus ingresos íntegros sin mordidas fiscales, que puedan asegurarse contra aquellos riesgos que les preocupen y que decidan de qué modo ayudar solidariamente a los más necesitados. Proponer sistemas de aseguramiento estatal contra el despido es poco más que tratar a las personas como menores de edad incapaces de tomar decisiones responsables sobre sus propias vidas, según han hecho históricamente todos los regímenes socialistas.
En nuestro país y en todo el mundo desarrollado, el empleo lo generan las empresas, no los políticos. El cambio significa no machacarlas a impuestos y regulaciones, pero también no emborracharlas con privilegios, subvenciones y crédito artificialmente barato. Plantear, como hace la casta y la neocasta, que hay que seguir maniatando a unas empresas y prebendando a otras no es sólo bailar el agua a la élite lobista y clientelar que ha dictado o que aspira a dictar la política económica de España: es también atacar a quien genera riqueza en toda economía desarrollada.
Si algo humilla nuestra dignidad como personas es que el Estado nos prohíba desplegar nuestra creatividad empresarial y obligue a las mentes más audaces a emigrar al extranjero. El cambio significa que los poderes públicos no dificulten su regreso e integración productiva. Proponer “planes de estímulo público” porque en España no hay “iniciativa emprendedora en el sector privado” no sólo supone ignorar cómo se genera el tejido empresarial de un país: es despreciar el enorme talento de quienes podrían revolucionar nuestra economía si políticos, burócratas y lobbies se lo permitieran.
En los próximos meses, los portavoces de la casta y de la neocasta tratarán de convencernos de que los problemas de España se solucionan con un plan renove o con asaltos a los cielos: apenas leves recambios cosméticos para que nada cambie en realidad. Por eso hay que recordar algunas cosas evidentes como las que señalaba la Declaración de Independencia de Estados Unidos: que las personas tenemos el derecho a perseguir autónomamente nuestros propios proyectos vitales y que, por tanto, no se puede enarbolar la bandera del respeto a las libertades individuales y, al mismo tiempo, legitimar la omnipresente intromisión del Estado a la hora de cercenarlas.